Según las notas que conservo, aquella joven llegó a mi oficina del arzobispado de La Habana el 23 de febrero de 2012, un momento en que todavía el diálogo entre la Iglesia y el gobierno cubano para tratar la cuestión de los presos era una realidad, por momentos virtual.
Buscaba justicia para su esposo, y para entonces ya había gastado casi dos años enviando cartas e informes a las oficinas municipales, provinciales y nacionales de la Fiscalía general, el Poder Popular y el Partido Comunista de Cuba. Se sentía ignorada. Peor aún: ella misma fue castigada y separada de su trabajo por atreverse a enviar sus denuncias a todos los niveles. Buscar ayuda en la Iglesia era la última opción, la que nunca imaginó. “Compañero, si no me estuviera pasando a mí, yo nunca hubiera creído que en este país sucedieran estas cosas”, me dijo bastante consternada.
Su dolor era profundo, como el de cualquier persona que sufre por sus seres queridos y se considera víctima del poder y la injusticia. Pero en su caso -y en otros parecidos que pude atender-, como revolucionaria y militante del Partido único, solo aquella vivencia le permitió conocer que, en nombre de la Revolución, los dirigentes revolucionarios pueden ser corruptos y cometer injusticias.
Inspirado en el llamado público de Raúl Castro a denunciar lo mal hecho, su esposo hizo la acusación inicial de robo en su lugar de trabajo, con nombre y apellidos. Ante la indiferencia o desatención, creyó que lo mejor era seguir denunciando, pero desató la molestia de los dirigentes empresariales. No se amilanó e insistió en mostrar el daño causado a la Revolución y al socialismo. Tuvo consecuencias: de acusador se convirtió en acusado, fue removido de su trabajo, sancionado por el Partido al cual pertenecía, acusado de ser responsable del robo que denunció y finalmente condenado a prisión. El piso “revolucionario” se abrió bajo sus pies.
Por mi parte, después de casi dos años de recibir, escuchar, consolar de algún modo y preparar informes para el cardenal Jaime Ortega y los funcionarios del gobierno asignados para recibir estos reportes, yo había tocado con la mente y las manos demasiadas injusticias, destrucciones personales y familiares, decepciones y depresiones, y hasta ensangrentados uniformes de presos, por lo cual no me extrañaba lo que ella y su familia padecían. Como Iglesia recibíamos a todas las personas necesitadas de ayuda y consuelo para ellas y sus familiares presos, fueran acusados de modo injusto o no: ladrones de bodegas o de automóviles, estafadores o asesinos, víctimas de un celoso policía o de un familiar ambicioso, practicantes de la prostitución o infiltrados desde el exterior para cometer sabotajes, traficantes de drogas o de personas, militares sancionados por traición o presos por causas políticas.
La escuché como escuché a otros, y envié mi reporte con sus cartas, informes y reclamos. No sé qué curso habrá tenido su demanda. Hace poco la encontré en una red social y parecía estar bien; en otro sitio digital vi que uno de quienes denunció en sus cartas e informes por corrupto y por dañar su familia desde su posición de poder, es hoy gobernador de una provincia cubana.
En la Cuba posterior a 1959, la ley no se concibe para proteger a los ciudadanos, sino a una entelequia llamada "revolución", principio y fin del "orden" social establecido. Y eso es como decir que la ley existe para proteger a quienes detentan el poder revolucionario, según lo concibió y dispuso Fidel Castro, jefe revolucionario y abogado de título universitario. De modo que la "justicia" -la ley- en Cuba no es ciega, es “revolucionaria”.
Desde el doble juicio de los aviadores en 1959 y los cruentos castigos ejemplarizantes de la década de los sesenta; las expropiaciones de industrias y tierras -con o sin los desplazamientos forzados; las depuraciones y expulsiones universitarias y laborales; las sanciones a los setenta y cinco en el año 2003; o las palizas y sanciones a los jóvenes que protestaron en julio de 2021; etc., etc., la “justicia revolucionaria” se ha aplicado para manifestar una y otra vez que el ser humano no es sujeto de derechos, sino de obligaciones para con el grupo de poder que se escuda tras “el Partido” y “la Revolución”.
De nada vale que un ciudadano se declarare revolucionario para pedir justicia, si el “revolucionario” que detenta el poder lo ve de otro modo.
Para aquella joven que me visitó, la injusticia contra su esposo era un déjà vu. Me contó la experiencia de una persona cercana, comprometida desde su juventud temprana con la Revolución, quien fuera encarcelada injustamente con argumentos falsos. Con el paso del tiempo, y mientras cumplía sanción, se comprobó que su encarcelamiento era injustificado y fue visitada en prisión por una comisión designada para dejarle saber que tenía razón, todo había sido un error, pero era difícil deshacer lo ocurrido. Entonces le preguntaron si aún creía en la Revolución. Como su respuesta fue afirmativa, le propusieron una nueva tarea revolucionaria: continuar cumpliendo hasta el final su condena, porque la Revolución nunca se equivoca.
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