Ahora es menos relevante precisar si la hostilidad entre Cuba y Estados Unidos fue generada por la actitud imperial de Dwight Eisenhower o su equipo al negarse a aceptar en 1959 una desafiante revolución popular, de marxismo solapado primero y abierto después, que puso en jaque la hegemonía norteamericana en la región, o aquella carta de Fidel Castro a Celia Sánchez de junio de 1958, en la que aseguraba que “los americanos van a pagar bien caro” el bombardeo a la casa de un campesino en Sierra Maestra pues después del triunfo, escribió, "empezará para mí una guerra mucho más larga y grande: la guerra que voy a echar contra ellos. Me doy cuenta que ese va a ser mi destino verdadero".
La realidad es que casi cuatro generaciones de cubanos hemos vivido bajo la sofocante presión del enfrentamiento entre nuestros países desde que se rompieron las relaciones formales en enero de 1961, sin olvidar las tramas de la guerra fría y la larga lista de terceros involucrados en el conflicto. El por qué del enfrentamiento se encuentra en un punto, o en todos los puntos, de un entramado de intolerancias e intransigencias, hostilidades y confrontaciones que han dejado abundante sangre, sudor y lágrimas.
La decisión tomada el pasado 17 de diciembre de 2014 por los presidentes Raúl Castro y Barack Obama es un acto de valentía que mira al futuro. Pudo haber contribuido a ello que, por primera vez, los presidentes de ambos países coincidían al decir que era necesario buscar nuevos caminos, o la ausencia de ataques personales si bien no las críticas políticas. Sin dudas influyó también la situación de los presos demandados desde ambos lados, el proceso aún débil pero crucial de reformas en Cuba, el reajuste político regional y el aislamiento de Estados Unidos cuando la mayor parte América Latina defendía la presencia cubana en la próxima Cumbre de las Américas. Incluso pueden haber influido los cambios de percepción e intereses de la mayoría de cubanos que viven en Estados Unidos, así como la capacidad diplomática de algunos para reconstruir puentes silenciosos en medio de las algarabías mediáticas, lo cual hoy sabemos ocurría en Canadá. Pero lo cierto es que los anuncios simultáneos de ambos presidentes aquel mediodía, al mostrar su voluntad de colocar las relaciones entre ambos países en el siglo XXI, constituyen un trascendental momento histórico que nadie les podrá arrebatar.
Y claro, no puede olvidarse la intervención “determinante” del Papa Francisco, como lo calificara el secretario de Estado de la Santa Sede, cardenal Pietro Parolin. Meses atrás, el papa latinoamericano conocedor y sensible al viejo conflicto, escribió personalmente a ambos presidentes invitándolos al diálogo, un gesto totalmente en sintonía por su compromiso con la “cultura del encuentro”, aceptado y reconocido por ambas partes. Para algunos todo será pura coincidencia, yo creo que la Divina Providencia ha dispuesto la acción adecuada de las personas adecuadas, en el momento y lugar adecuados.
No es un secreto que, durante años la Iglesia, de forma pública y privada, desde La Habana o desde Washington, ha llamado con insistencia a un diálogo serio y responsable entre los dos gobiernos para poner fin al absurdo desencuentro. Y si ahora sabemos de la intervención del Papa Francisco, por estos días recuerdo con particular agrado el llamado que hiciera san Juan Pablo II la noche del 25 de enero de 1998, al concluir su visita a Cuba: “En estos días ninguna nación puede vivir sola. Por eso, el pueblo cubano no puede verse privado de los vínculos con los otros pueblos, que son necesarios para el desarrollo económico, social y cultural, especialmente cuando el aislamiento provocado repercute de manera indiscriminada en la población, acrecentando las dificultades de los más débiles en aspectos básicos como la alimentación, la sanidad o la educación. Todos pueden y deben dar pasos concretos para un cambio en este sentido. Que las naciones, y especialmente las que comparten el mismo patrimonio cristiano y la misma lengua, trabajen eficazmente por extender los beneficios de la unidad y la concordia, por aunar esfuerzos y superar obstáculos para que el pueblo cubano, protagonista de su historia, mantenga relaciones internacionales que favorezcan siempre el bien común. De este modo se contribuirá a superar la angustia causada por la pobreza, material y moral, cuyas causas pueden ser, entre otras, las desigualdades injustas, las limitaciones a las libertades fundamentales, la despersonalización y el desaliento de los individuos y las medidas económicas y restrictivas impuestas desde fuera del país, injustas y éticamente inaceptables”.
Para Juan Pablo II era evidente que el aislamiento que vivíamos los cubanos era consecuencia tanto de políticas internas como externas. Las primeras por causas objetivas, pues se trata de prácticas que dependían –y dependen– exclusivamente de las autoridades cubanas, y así, ciertas limitaciones a las libertades fundamentales de los cubanos han comenzado a desaparecer en los últimos años con independencia de los actos externos. Quedan otras que igualmente deben ser eliminadas para que desaparezca también de entre nosotros la despersonalización y el desaliento. Pero las medidas “impuestas desde fuera del país”, alusión clara al embargo-bloqueo aplicado por Estados Unidos, quedaban fuera de la capacidad del gobierno cubano, y precisamente es esto lo que ha sido cuestionado y modificado abiertamente por el mismo presidente de Estados Unidos.
Para la Iglesia no se trata de intereses políticos, aunque sabe que esto es consustancial con el ejercicio de la materia, sino, ante todo, de la política al servicio del ser humano, de la ética y la importancia de la moral en los asuntos políticos, pues todo ejercicio político que dañe al ser humano, lo prive de relacionarse y realizarse social, cultural, económica o políticamente, es inmoral y éticamente inaceptable.
Este anuncio de normalización de relaciones ha generado alegría y esperanzas en muchos cubanos que residen dentro y fuera de la Isla, también en otras naciones. Y es probable que tan solo el anuncio de restablecer relaciones diplomáticas entre ambos países genere reajustes y replanteamientos en la política exterior de casi todo el mundo respecto a ambos países, incluidas las de instituciones financieras internacionales.
Al mismo tiempo no se debe ignorar que la alegría de muchos cubanos es insatisfacción para otros. Es normal que esto ocurra, pues las vivencias no se esfuman. Somos un pueblo herido por una larga confrontación, pero el dolor no es más grande en un lado que en el otro. Dolores, esperanzas y sueños rotos, desengaños y traiciones, rupturas y reencuentros desgarradores permanecerán en muchas memorias aun cuando quienes escriban la historia no lo relaten todo. A quienes se duelen porque piensan que de este modo no se hace justicia a sus pérdidas materiales o humanas, con todo respeto se les deberá escuchar en el momento indicado y honrar su dolor, y proponerles vivir hoy el gran desafío que significa enderezar el camino torcido que precisamente tantos dolores causó, para no quedar atrapados en el pasado. Ciertamente es difícil y no todos aceptarán, pero la vida seguirá su curso y es momento de hacer la historia presente y preparar el futuro.
Si aquellos se molestan porque entienden que el gesto de Barack Obama y Raúl Castro es una traición a su dolor personal, otros se indignan porque puede desaparecer el enemigo que justifica su razón de ser o sobrevivencia, y esto es posible encontrarlo también de un lado y de otro, por paradójico que resulte. Habrá obstáculos y dificultades, incluso desde Estados Unidos algunos han amenazado con entorpecer y hasta revertir el anunciado restablecimiento de las relaciones bilaterales. Pero si ellos mismos defienden y promueven la democracia que da oportunidad y posibilidades al deseo y expresión de las mayorías, bien harían en prestar atención a lo expresado por la mayoría de cubanos, cubanoamericanos y norteamericanos. Del lado de acá no oímos amenazas de torpedear el proceso, se comprende. Pero intuyo que no faltarán los ideólogos que continuarán levantando el fantasma del enemigo que nos quiere destruir, ahora con su “poder blando”, y tratarán de mantener el pie detrás de la puerta para, al menos, frenar el proceso.
Es cierta la desproporción de ofertas y demandas entre un país y otro, asunto muy sensible por la crisis cubana actual, pero esto no es razón para poner trabas. Primero, porque toda la política practicada por Estados Unidos hacia Cuba hasta el presente no solo ha sido cuestionada, también comienza a ser modificada desde el momento en que se decide reconocer al gobierno cubano actual y eso entraña ciertos compromisos; no es casual la renuncia casi simultánea del director de la Agencia Internacional para el Desarrollo de los Estados Unidos (USAID), responsable de los millones de dólares para promover la “democratización” de Cuba.
Y por otro lado, si no se desea –y lo comparto– que sea Estados Unidos quien “empodere” a los cubanos, el mejor modo de responder es empoderándolos desde adentro, y esto no se logra con arengas anacrónicas, sino con las necesarias reformas internas, ofreciendo desde ya mayores oportunidades, de modo que estemos mejor preparados económica, social y psicológicamente para no tener que poner todas las esperanzas en esas relaciones. Con independencia de la mejora de estas relaciones, mientras entre nosotros el control sea más importante que el progreso, no habrá desarrollo.
Es cierto que queda el embargo, como llaman allá, un embargo que bloquea incluso a los propios ciudadanos de aquel país, como se reconoce en un pequeño libro titulado The Language of Trade, editado por el propio Departamento de Estado y que alguien me entregó en mi oficina hace unos años: “Embargo- En el comercio internacional, son las acciones de gobierno que limitan o prohíben la importación y/o exportación de bienes y/o servicios desde o hacia un país. Estas limitaciones pueden ser aplicadas por el país embargador contra sus propios nacionales, como es el caso del embargo de Estados Unidos contra el comercio con Cuba...”. Pero el “embargo” ha sido ya muy debilitado con las medidas recién anunciadas por el ejecutivo de los Estados Unidos, medidas muy positivas que merecen una respuesta igualmente positiva por parte del Gobierno cubano.
El proceso de normalizar las relaciones tomará tiempo, será tortuoso en ocasiones y sedoso en otras, pero el paso primero ha sido dado y ese es el más importante porque ha roto la parálisis. Los detalles de la conversación que Raúl Castro y Barack Obama sostuvieron la noche del 16 de diciembre de 2014, quizás se conozcan dentro de muchos años, pero las consecuencias debemos comenzar a verlas en breve.
(Palabra Nueva, Enero de 2015)
Comments