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  • Foto del escritorOrlando Márquez

LA SOLEDAD DEL VOTANTE CRISTIANO

No ejerzo el derecho al voto en Estados Unidos. Eso me permite mantener cierta distancia crítica respecto al entramado político electoral, los candidatos, las campañas. Pero trato de entender lo que ocurre, en particular la cuestión del voto de los cristianos, abiertamente dividido.



Una encuesta del Pew Research Center publicada el 13 de octubre pasado,[1] refleja que, a nivel nacional, el 51 por ciento de los católicos del país favorece a Joe Biden y el 44 por ciento a Donald Trump. Los mismos números se invierten cuando se trata de la opción entre los cristianos protestantes en general. Cuando se especifica la opción entre grupos étnicos, el apoyo de los católicos blancos estadounidenses es favorable a Trump en un 52 por ciento sobre 44 por ciento a Biden, pero entre los hispanos católicos, el 67 por ciento votaría por Biden y solo un 27 por ciento lo haría por Trump. Al mismo tiempo, un 78 por ciento de los evangélicos protestantes favorece Trump, pero la mayoría de los protestantes negros, 90 por ciento, daría su voto a Biden.

Por cuestionables, variables o dudosas que sean las encuestas, estos resultados en todo caso reafirmarían que no solo los fundamentos de la fe determinan la opción política de los votantes.

Los líderes religiosos lo saben. Por ello no han faltado tampoco las declaraciones públicas de sacerdotes y obispos sobre la importancia del voto, y eso está muy bien siempre que sea solo para apelar a la conciencia del votante y no indicar quién es “el candidato de la Iglesia”. Porque la Iglesia acoge a todos, no importa nuestra afiliación política, aunque es bueno recordar la coherencia entre fe y vida. También desde la Iglesia se han visto mensajes diferenciados, como ocurrió en la diócesis de La Crosse, Wisconsin, cuando a fines de agosto un sacerdote católico afirmó, en un vídeo público donde rechaza el aborto que defiende Joe Biden, que “no se puede ser católico y ser (del partido) demócrata”; días después el obispo diocesano le corrigió también públicamente diciendo que, “a pesar de la innegable verdad que motivó el mensaje (…) su generalización y condena a grupos enteros de personas es completamente inapropiada y no se ajusta a nuestros valores ni a la vida de virtud ”.[2]

Para los católicos, como para todos los que se consideren cristianos, nuestro “manual del usuario” está en los mismos evangelios. Todo fue dicho hace dos mil años. Y el Magisterio de la Iglesia puede ayudarnos a discernir mejor nuestros actos y opciones de cada día. Un ejemplo es la Constitución pastoral Gaudium et spes, proclamada en el Concilio Vaticano II, cuya exaltación de la preeminencia del ser humano no caduca:

“[…] todo cuanto se oponga a la misma vida, como los homicidios de cualquier género, el genocidio, el aborto, la eutanasia o el mismo suicidio voluntario; todo lo que viola la integridad de la persona humana, como la mutilación, las torturas corporales o mentales, los intentos de coacción espiritual; todo lo que ofende a la dignidad humana, como ciertas condiciones infrahumanas de vida, las detenciones arbitrarias, la deportación, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y la corrupción de menores; también ciertas condiciones ignominiosas de trabajo, en las que los obreros son tratados como meros instrumentos de ganancia y no como personas libres y responsables: todas estas prácticas y otras parecidas son, ciertamente, infamantes […] y ciertamente están en suma contradicción con el honor debido al Creador” (n. 27).

La misma Gaudium et spes propone que “el respeto y la caridad se deben extender también a los que en el campo social, político o incluso religioso, sienten u obran de diverso modo que nosotros; y cuanto mejor lleguemos a comprender, mediante la amabilidad y el amor, sus propios modos de sentir, tanto más fácilmente podremos iniciar el diálogo con ellos […] Sólo Dios es juez y escrutador de los corazones; por ello nos prohíbe juzgar la culpabilidad interna de nadie" (n. 28).

Ese es el Magisterio de la Iglesia, en la cual decimos creer según el Credo que rezamos. Dios no puso límites a nuestra libertad, ni siquiera para rechazarle a Él, aunque después paguemos las consecuencias. Jesús no obligó al joven rico a vender sus propiedades, dar el dinero a los pobres y seguirlo, solo lo propuso y respetó su rechazo (Mt. 19, 16-26).

Al participar con su voto en esa especie de locura maravillosa que puede ser la organización democrática de una sociedad, pienso que el cristiano vive una experiencia cívica pero también religiosa: solo ante Dios, la interpelación de su conciencia y una boleta para marcar.

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