RECUERDOS PERSONALES DE LOS PAPAS
- Orlando Márquez
- 4 may
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San Pablo VI
La tarde del domingo 6 de agosto de 1978, escuché en Radio Exterior de España la noticia del fallecimiento del papa san Pablo VI. Yo me preparaba para hacer alguna visita, pero se me ocurrió pasar por la iglesia San Agustín y comentar el hecho con el memorable padre Carlos Pérez. No sabía del suceso, se enteró por mí. Brincó como un resorte y gritó un “nooo” con signos de admiración incluidos que, aún hoy, puedo escuchar. Llamó a la Nunciatura para corroborar y el mismísimo señor nuncio confirmó la noticia.
En un momento de la conversación telefónica, el nuncio -quien al parecer ni siquiera había hablado aún con algún obispo- le preguntó al padre Carlos qué hacía la Iglesia en Cuba ante la muerte de un Papa. “Bueno señor nuncio -respondió mi párroco con su característica espontaneidad-, yo no sé qué dirán del arzobispado, pero yo doblo campanas”. Dicho y hecho. “Niño -a veces me decía así-, te necesito aquí”. Con su afecto de cura guajiro y una controlada tristeza, me animó a cancelar mi visita y pasé toda la tarde tirando de dos sogas, no recuerdo si cada treinta o sesenta minutos, para hacer “doblar” aquellas campanas que habían estado mudas por tantos años. Los feligreses llamaban para preguntar por quién doblaban las campanas; algunos vecinos llamaban para quejarse de aquel sonido doloroso que para ellos era ruido. No recuerdo a qué hora terminamos de doblar campanas, pero la tarde había dado paso a la noche cuando regresé a casa.
Juan Pablo I
Murió el 28 de septiembre de 1978. Su papado fue breve, de poco más de un mes, pero su sonrisa quedó como un regalo de la alegría que la Iglesia debe ofrecer al mundo. Recuerdo la satisfacción de monseñor Francisco Oves, entonces arzobispo de La Habana, mientras nos hablaba del nuevo Pontífice en una reunión del Apostolado Seglar, en un espacio del hospital San Juan de Dios, en La Habana. Nos leyó incluso una de las cartas escritas por Juan Pablo I, años antes, a varios personajes, históricos y de ficción, compiladas y editadas en el libro “Ilustrísimos señores. Cartas del Patriarca de Venecia”. Años después pude leerlo.
Su muerte súbita provocó especulaciones de todo tipo, especialmente de complot y asesinato, que lo mismo apuntaron a masones, que a la CIA y la KGB. A pesar de las negativas de las monjas que lo cuidaban y hallaron su cadáver, la idea de la conspiración todavía es alimentada por algunos.
San Juan Pablo II
Fue el Papa de mi madurez como católico, y el primero a quien pude encontrar personalmente. La primera vez fue en Santo Domingo, República Dominicana. Yo era parte del grupo de la Iglesia que asistió a la Conferencia General del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM), en 1992. El Papa de origen polaco debió visitar Cuba en 1991, tras sendas invitaciones oficiales de la Iglesia y el gobierno, pero a última hora Fidel Castro -el único que podía tomar decisiones- prefirió congelar la invitación gubernamental hasta nueva fecha.
Juan Pablo II quiso encontrarse con los cubanos antes de abandonar Santo Domingo, y nos convocaron a la nunciatura. El Papa cenaría con los obispos cubanos asistentes, pero antes saludaría a toda la delegación. Y ahí estábamos todos, formando un círculo en el vestíbulo de la nunciatura, esperando al Papa que se nos prohibía en Cuba. Hay emociones que no se pueden describir, o se necesitarían demasiadas palabras. Pero el momento en que el arzobispo de La Habana se detuvo ante mí junto al Papa, para presentarme como hizo con todos, fue especial, único, y afortunadamente para mí, congelado por el fotógrafo Arturo Mari: “Él es Orlando -dijo al Papa monseñor Jaime Ortega- y trabaja en medios (de comunicación)”. Monseñor Jaime se movió rápidamente a la persona que estaba a mi derecha, pero el Papa permaneció frente a mí, mirándome a los ojos de un modo que solo pueden explicar quienes lo miraron a los ojos.
Yo me sentía caritativamente escrutado pero sin palabras, mientras el Papa sostenía mi mano tras el saludo y con la izquierda hacía retroceder al arzobispo de La Habana: “Pero medios… ¿medios marxistas?” –“No, Santidad, no. Medios nuestros, de la Iglesia.” –“Ah. Bien, muy bien”, dijo sonriente San Juan Pablo II, mientras me soltaba la mano y ponía la suya en mi cabeza, con afecto y aprobación de padre. Como niño feliz guardo aquella imagen tan cercana.
Lo volví a saludar durante su visita a Cuba en 1998, de lo cual también conservo foto.
Benedicto XVI
Sus detractores le llamaban “el rottweiler de Dios”, mas para mí fue placentero descubrimiento leer su pensamiento en “Informe sobre la Fe”, y sus instrucciones teológicas. Cuando escuché su homilía en la misa funeral de Juan Pablo II, ya lo imaginé con el alba blanca. Gustoso de la tradición hasta en las vestiduras, que no restaban un gramo a su pensamiento clarísimo sobre la misión de la Iglesia y los desafíos inevitables de estos tiempos. Para él la Iglesia terminaría siendo una minoría, pero debería ser una “minoría significativa”. Eso éramos en Cuba.
Quiso visitar al Isla en 2012, durante las celebraciones del cuarto centenario del hallazgo de la imagen de la Virgen de la Caridad, coincidiendo con la liberación de presos políticos, el proceso de reformas iniciadas en el país y un diálogo entre la Iglesia y las autoridades que parecía abrir un camino de más oportunidades para todos. Raúl Castro hablaba de crear un “socialismo próspero y sostenible”. Benedicto XVI fue también a apoyar ese diálogo, y le escuchó decir a Raúl Castro que el marxismo ya no tenía sentido en Cuba.
Yo pude saludarle brevemente al final de la misa en La Habana. Le agradecí por mantener la cercanía con Cuba y su presencia en ese momento de nuestra historia. Nada más. Él manifestó satisfacción y complacencia de ver “un laico que trabaja para la Iglesia”.
Tengo en altísima estima su sabiduría, pero valoro mucho más su humildad y valentía al aceptar que no tenía fuerzas para enfrentar el mal que había carcomido la curia romana, y abandonó un “poder” -el gobierno de la Iglesia- que otros sueñan tener.
Francisco
Fue durante su última jornada en Cuba, en el avión, donde pude saludarlo y agradecerle sus gestiones para romper el largo impasse entre Cuba y Estados Unidos, “como Pastor de la Iglesia universal, que busca y promueve la paz”, según el único fragmento que recuerdo de la carta dirigida a Raúl Castro y Barack Obama, que tuve la oportunidad de leer.
El papa Francisco tenía programada una visita a Estados Unidos en 2015, y fue él mismo quien decidió hacer un viaje a Cuba y de ahí a Estados Unidos, y reforzar así el diálogo y acercamiento entre los dos países. En su discurso primero animó a los gobernantes de los dos países a continuar el diálogo “como prueba del alto servicio que están llamados a prestar en favor de la paz y el bienestar de sus pueblos y de toda América, como ejemplo de reconciliación para el mundo entero”. Ya sabemos lo que sucedió después, tristemente, pero su compromiso por ayudar al bien de los cubanos fue en serio. “Gracias por lo que ha hecho por nosotros”, le dije en nuestro brevísimo encuentro. Tal vez algunas palabras más. Y la charla terminó con su famosa invitación: “Rece por mí”.
Su pontificado fue el último capítulo de una narración que se originó entre inmigrantes, dictaduras, pobrezas y chabolas; misionero de barrios olvidados y promotor de una Iglesia en salida. No era algo nuevo, pero él le dio un impulso particular. Es verdad que no siempre su discurso parecía adherirse a la tradición de la Iglesia, y después los voceros vaticanos hacían malabarismos semióticos para responder inquisitivas preguntas. Pero no fue un hereje ni cismático, como algunos lo quisieron presentar. Creía en una Iglesia viva, una sociedad viva, una comunidad donde se dialoga y discute, sin desvincularse del eje central: Jesucristo. Desde san Pedro hasta el último Papa, ninguno ha sido ni será perfecto, pero a ellos sigue pidiendo Jesucristo: “Apacienta a mis ovejas” (Jn. 21,18).
Muchos criticaron su viaje a Cuba, pero también fueron criticados duramente, por lo mismo, Benedicto XVI y san Juan Pablo II. Los archivos dan fe.

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En unas horas se abrirá un nuevo Cónclave. El Maestro de las celebraciones litúrgicas dirá la
frase “extra omnes” (todos fuera) y la puerta de la Capilla Sixtina se cerrará para que solo los cardenales electores elijan al sucesor de Francisco. Es bueno saber que un cardenal cubano estará, una vez más, participando de ese evento tan único y sin semejanzas. Escucharemos otra vez el grito Habemus papam, y la Iglesia continuará su misión, hasta el fin de los tiempos.
Yo continúo preguntándome, sin esperar respuesta definitiva, por qué Dios quiso regalarnos con la presencia continuada de tres Pontífices en nuestro país. San Juan Pablo II nos visitó como “Mensajero de la Verdad y la Esperanza”, Benedicto XVI como “Peregrino de la Caridad” y Francisco, como “Misionero de la Misericordia”. ¿Qué debíamos esperar? O, tal vez mejor, ¿qué esperaba, o espera, Dios de nosotros, los cubanos?