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  • Foto del escritorOrlando Márquez

A cincuenta años del Congreso Católico Nacional

Investigo, ¡oh Padre!, no afirmo;

presidid mis razonamientos, Dios mío,

y guiad mis averiguaciones.

San Agustín.[1]

Ahora, cuando la mayor parte de los concurrentes al Congreso Católico Nacional ya no están entre nosotros, vale la pena mirar atrás para entender lo que aconteció hace cincuenta años. Y es muy probable que dentro de cincuenta años, los católicos del futuro mirarán atrás, a nuestro presente, para tratar de comprender lo que acontece hoy, lo que hacemos hoy. Mirar al pasado es un modo de reafirmar el presente. Miramos lo que fue en el pasado para ser nosotros hoy, aquí y ahora. Mas lo que miramos desde el presente es mirar lo que otros nos dicen del Congreso, lo que se dijo en el Congreso y quedó impreso, más lo que no se dijo en el Congreso pero fue dicho por otros sobre el Congreso y también quedó impreso. Con todo eso conformamos hoy una memoria y un criterio sobre el Congreso Católico Nacional. Y “en la narración verídica de las cosas pasadas –afirma san Agustín–, lo que se extrae de la memoria no son las cosas mismas que pasaron, sino las palabras que sus imágenes hicieron concebir, las cuales, pasando a través de nuestros sentidos, quedaron en nuestro espíritu marcadas como huellas”[2].

Un país en Revolución.

Nada ocurre de modo aislado, sin tener en cuenta el contexto y el momento histórico. Necesitamos entonces comprender qué ocurría en Cuba, no solo en la Iglesia, en aquel momento, para escrutar mejor el Congreso Católico Nacional, su forma, su contenido y su trascendencia.

Cuba era un-país-en-revolución. Meses antes del Congreso, el día primero de ese año 1959, el país despertó en júbilo y euforia. Una euforia colectiva porque finalmente, después de casi siete años, dos de ellos en guerra civil o revolucionaria, una dictadura brutal había terminado. Todo-era-Revolución. No lo que vemos hoy, sino la verdadera fiebre revolucionaria del triunfo, la excitación, la apoteosis, la pasión desatada de los desposeídos, los que habían esperado su redención. Y con el triunfo llegó también la hora de la justicia revolucionaria, el sueño y la pesadilla hechos realidad. A ello añádase el ímpetu juvenil, porque fueron jóvenes –fundamentalmente– los que imaginaron e hicieron la Revolución y convencieron a otros a seguirles, fueron jóvenes mayormente los que murieron por la Revolución, fueron jóvenes quienes, con sus ideales y sacrificios, hicieron saltar por los aires los cimientos del viejo edificio de apariencia sólida. Lo que parecía imposible se hizo posible en la herida pero a la vez joven República, como si fuera verdad aquella tesis de Crane Brinton de que “las revoluciones, son, perversamente, un síntoma de fortaleza y juventud en las sociedades”.[3]

Incluso desde la Iglesia se saludó el acontecimiento. Los católicos, como otros creyentes y pueblo en general, no escaparon al desbordado júbilo. Al parecer, para el arzobispo de Santiago de Cuba, tal vez la figura eclesial más implicada en la gesta revolucionaria, aquello no podía ser obra humana simplemente, cuando afirmó en su carta “Vida Nueva” que “el empeño tesonero de un hombre de dotes excepcionales, secundado con entusiasmo por la casi totalidad de sus comprovincianos, y por una parte considerable del pueblo de Cuba… han sido los caracteres con los cuales la Divina Providencia ha escrito en el cielo de Cuba la palabra TRIUNFO”.[4]

Cuba era Revolución. Es cierto que los ideales y valores cristianos fueron, en buena medida, brújula para la acción, porque nuestro sentido de la justicia, la libertad y la solidaridad, están fuertemente ligados a nuestra cultura, y nuestra cultura está signada por una ética cristiana. No hubo un movimiento de oposición católico como tal, sino que los católicos, como el resto, se adhirieron al Movimiento “26 de Julio”, muchos de cuyos líderes principales eran reconocidos como católicos o cristianos, o tuvieron una formación en los valores cristianos. Así, muchos católicos ayudaron a hacer la Revolución, muchos templos habían sido refugio de revolucionarios perseguidos, varios sacerdotes alentaron a jóvenes parroquianos a sumarse al combate; en no pocas parroquias se escondieron armas, proclamas y se concertaron reuniones clandestinas. Hubo también sacerdotes perseguidos y exiliados, y muchos laicos muertos por la Revolución. Es bien conocida la presencia de capellanes católicos en el Ejército Rebelde, un servicio pastoral que ni siquiera se permitía en el Ejército republicano, ni se repitió después de la guerra. Y hasta más de un obispo contribuyó de modo directo o indirecto a la causa revolucionaria.

Y la Revolución triunfó, y su triunfo fue el triunfo de todos los que la apoyaron, también los católicos. Pero, a pesar de todo este sustrato, fundamento o presencia religiosa, a pesar de los rosarios al cuello, las estampas y las fervorosas oraciones, Cuba era, ante todo, un país-en-Revolución. Y no solo una revolución política. Se trataba ahora de una auténtica revolución social con propósitos radicales y, al parecer, deseada por muchos desde hacía tiempo, por considerarla como única vía de poner fin a las estructuras económicas, políticas y sociales que habían posibilitado el golpe de estado del 10 de marzo de 1952. Una Revolución con su propio programa y que, para ejecutarlo, necesitaba del apoyo total, de la adhesión general de los distintos sectores, entrega y confianza absolutas –en cuerpo y alma– para garantizar la unidad y el consenso, imprescindibles para imponer las transformaciones necesarias y realizar la auténtica revolución: la redención de los cubanos.

De manera que las drásticas medidas propuestas por los líderes revolucionarios no fueron solo bienvenidas, sino también asumidas, exigidas, potenciadas y ejecutadas por la casi totalidad de la población cubana, incluidos muchos católicos revolucionarios. Esas medidas abarcaban –al menos las primeras– desde la nacionalización de los grandes latifundios hasta la aplicación de la justicia revolucionaria para los considerados criminales de guerra del anterior gobierno. Un millón, más o menos, de cubanos, muchos de ellos llegados a pie desde Matanzas o Pinar del Río, según crónicas de la época, desbordaron los alrededores del antiguo Palacio Presidencial de La Habana la tarde del 21 de enero de 1959 para apoyar, públicamente, las sanciones aplicadas por los tribunales revolucionarios.[5]

Hay, por otro lado, una porción de subjetividad importante que no debe dejar de considerarse. Cuba era un país en Revolución, pero la Revolución podía ser identificada y señalada en una persona: Fidel Castro. Nadie dudaba que, decir Revolución cubana, era decir Fidel Castro. Cuando pocos confiaban en el éxito de la Revolución, él la impulsó y llevó al triunfo. El líder sintetizaba toda la aspiración y concreción revolucionarias de un pueblo que había buscado durante mucho tiempo la madurez y redención nacionales. Lo que Fidel Castro dijera, propusiera o hiciera, eso era lo necesario. He aquí lo que escribió un observador extranjero por aquella época, coincidiendo casi con la celebración del Congreso Católico Nacional: “En verdad, pocos políticos han puesto más confianza en la opinión de las masas que Fidel Castro. Ya en Sierra Maestra se ejercitó en esperar simplemente que sus argumentos fuesen escuchados y seguidos. Pasó a ser poco a poco una figura legendaria. El pueblo lo siguió, se dejó llevar. Ahora Castro pide, en cierto modo, lo que antes entregó: confianza. De ahí que constantemente está hablando por televisión y ante las masas mismas. El mitin del 26 de julio no tiene otro igual acaso en la historia del mundo. Este hecho tiene que aparecer decisivo a los ojos del equipo de Castro. ¿Cómo no explicarse que el líder cubano se refería a la ‘democracia directa’, más representativa que cualquier otra forma de democracia legal? No hay duda que el argumento de Castro no es decisivo. La psicología de las masas no permite asentar juicios demasiado simples. Pero, en todo caso, para el político que se ve obedecer de modo tan aplastante, el hecho ha de tener caracteres muy conmovedores. Él se sentirá inclinado a describir todo esto como una democracia real donde cada uno hace su voluntad. Y resulta que ello coincide con la acción del gobierno cubano. Por cierto, esa espontaneidad o cualquier otra cosa, el efecto es que la presencia de las masas se convierte en un hecho incontrastable de la nueva política cubana”.[6]

La Iglesia y la triunfante Revolución.

El hecho revolucionario golpeaba también en las puertas de la Iglesia. Algunos investigadores han afirmado que la Iglesia no tuvo una actitud oficial homogénea frente a la dictadura de Fulgencio Batista, o con respecto al gobierno revolucionario después de 1959. Es cierto. Y ello no es extraño, pues en estos asuntos cada cual es libre de actuar de acuerdo con su conciencia religiosa. Atreverse a catalogar de forma unívoca la actitud de la Iglesia frente a estos asuntos terrenales –de fuertes consecuencias para la vida eterna, sin dudas, pero terrenales al fin– es arriesgado. Nos une la fe, y la fe no elimina la subjetividad ni la libertad de elección en asuntos terrenos. No obstante, puede decirse que la totalidad de los obispos cubanos apoyaron a la triunfante Revolución[7] y las primeras medidas que se tomaron.[8]

¿Dónde estaba, pues, el justo medio para la Iglesia ante la nueva Revolución? ¿Era posible colocarse de manera conjunta y “oficial”, como quisieron algunos, en un supuesto justo medio? Para nadie es un secreto que los conflictos se presentaron, y no hubo que esperar mucho, aunque su desarrollo fue gradual y proporcional a la radicalización del proceso. El conflicto era inevitable. Toda revolución social auténtica, se propone, y logra, resolver los viejos conflictos y las viejas injusticias, al tiempo que lleva en sí misma, en su obra renovadora, las semillas del conflicto nuevo. La Iglesia, como institución más bien conservadora, no es inspiradora de los cambios revolucionarios radicales. Ello no significa que esté a favor de las injusticias, o que se proponga impedir la práctica revolucionaria aunque prefiera la solución negociada, o que desconozca el derecho de los fieles a actuar según su conciencia.[9]

En fecha tan temprana como el 3 de enero de 1959, saboreando aún las mieles del triunfo, en la ya mencionada carta “Vida Nueva”, monseñor Pérez Serantes propone a las nuevas autoridades lo que considera “puntos básicos” orientadores para la nueva etapa que se inicia. El celoso pastor, tan vinculado a toda la historia republicana desde su servicio eclesial en distintas diócesis, afirma ofrecer estas consideraciones “en cumplimiento de los compromisos adquiridos por razón de nuestro cargo, y por nuestra vinculación a este movimiento desde el principio”. Es decir, el recordado arzobispo de Santiago de Cuba, considerando su implicación directa en la gesta revolucionaria, se siente con la autoridad moral de sugerir algunos “puntos básicos para que los responsables puedan salir airosos” en la obra transformadora. En resumen proponía nueve puntos, entre ellos:

1- La necesidad de que los individuos y la sociedad en pleno “rindan culto a Dios”.

2- Que la escuela, tanto pública como privada, incluya la enseñanza religiosa cristiana, pero sin obligación para los no cristianos.

3- Que el Estado proteja a la familia y elimine “con valentía y sin vanos miramientos” el divorcio, heredado de gobiernos anteriores.

4- Eliminar la indigencia de muchas familias y practicar “rigurosamente la justicia social conforme a las normas del Evangelio”.

5- Procurar que los hombres con responsabilidad pública sean honestos y “cumplidores de la Ley de Dios antes de nada”.

El celo pastoral del recordado arzobispo evoca, ante todo, un fuerte reproche a la situación moral y religiosa que existía antes de la Revolución. El laicismo era fuerte en Cuba, la presencia cristiana en la vida pública y política había sido escasa, el compromiso religioso católico no había logrado una amplia base social, a pesar del esfuerzo desplegado por las distintas asociaciones eclesiales y sus líderes, y del fuerte sentimiento católico de la mayoría de la población. En su breve y restringida experiencia democrática, los cubanos habían adoptado cierta modernidad en el orden republicano que manejaba conceptos distintos a los expresados y deseados por el arzobispo. Las fuertes convicciones apostólicas y entrega pastoral de monseñor Pérez Serantes, su amor al pueblo cubano y su convicción de que solo la fe cristiana engrandece al hombre y lo puede salvar, tal vez le llevaron a considerar la posibilidad de concretar la sociedad “ideal” donde imperara el estado de cristiandad, según el viejo concepto promovido en el pasado por algunos sectores eclesiales. Su alta estima de la obra humana revolucionaria que él mismo había apoyado moral y físicamente, al parecer le motivaron a considerar que ahora Cuba podía ser no solo revolucionaria, sino también cristiana y católica.

Al parecer, las primeras señas de contradicción entre la jerarquía de la Iglesia y el nuevo Gobierno revolucionario se hicieron manifiestas con los preparativos de la reforma educacional. En una circular pública emitida en febrero, los obispos se preguntaban si sería “cierto que de espalda a la mayoría católica” se estaba gestando “una reforma educacional” que ignoraba “los principios fundamentales del Derecho Natural”; si serían ciertos “los rumores de unificación escolar” o “las amenazas de control estatal excesivo”. [10]

La separación Iglesia-Estado imperaba en Cuba desde el inicio de la República, y no era un cambio en este sentido lo que esperaban los obispos, sino la protección de la enseñanza privada, aunque sí propugnaban la enseñanza religiosa en las escuelas públicas, lo que no había existido antes. Mas lo que pudo haber sido respuesta mediante una exposición de principios básicos de orden revolucionario, oponiendo a la postura de los obispos cierta laicidad más radical con la que se pudiera estar de acuerdo o no, fue en realidad la exposición de sentimientos que se incubaban ya en algunos sectores revolucionarios, un adelanto de lo que vendría poco después. A dos semanas de la Circular episcopal, desde el periódico Revolución[11] no solo se afirmaba que “nuestra verdadera religión (era) una mezcla de catolicismo y santería”, y se denigraba la moral cristiana y el “desvencijado mundo cristiano occidental” incapaz de competir con los códigos de conducta de hindúes, musulmanes y judíos, sino que se calzaba la furia antieclesial desviando el tema y acusando al nuncio Centoz de haber tenido “palabras babosas de elogio a la Bestia Carnicera” –en alusión a Batista–, y a los obispos, entre otras cosas, de que hubiesen traído a La Habana, después del golpe del 10 de marzo de 1952, la imagen de la Caridad del Cobre para “bendecir al Déspota y su cuadrilla de asesinos y ladrones”.[12] El lenguaje del periódico oficial del 26 de Julio, que era en definitiva el Movimiento en el poder, además de irrespetuoso e inexacto, ignoraba la participación eclesial en la contienda y la “ratificación sincera y desinteresada adhesión”[13] de los católicos a la Revolución triunfante.

Motivaciones para un Congreso Católico Nacional

La Revolución establecía sus prioridades, y la prioridad de prioridades era la supervivencia del programa revolucionario. Los enfrentamientos con Estados Unidos se fueron agudizando tras las nacionalizaciones, las primeras escisiones dentro de las propias filas revolucionarias no demoraron mucho en presentarse. El fervor del combate y los ruidos de las balas aún se sentían en el ambiente: muchos de quienes hicieron la Revolución aplicando los métodos violentos, al ver que esta asumía rumbos no esperados o distintos a los deseados por ellos, comenzarían a hacer la contrarrevolución, aplicando, claro está, los mismos métodos empleados para hacerla.

En ese contexto, un documento público firmado por los obispos cubanos el 30 de septiembre de 1959, sirve de invitación a los fieles para participar en la celebración del Congreso Católico Nacional.[14] “Necesitamos, amados –decía la invitación del episcopado cubano–, después de los grandes acontecimientos pasados y que todos conocéis, reunirnos en gran asamblea para fortalecer nuestra unión en la fe, en la caridad y la esperanza”. La Iglesia convocaba al Congreso enarbolando un llamado a la unidad y desplegaba todo su potencial para lograr su “pacífico y piadoso triunfo”.[15] Expresaba además el anhelo de que el Congreso produjera “la tan deseada unidad”, que habría de ser “altamente provechosa para la Iglesia y para la Patria”.[16]

La unidad era ciertamente una urgencia, ante el abismo incipiente que dividía los sectores cubanos a favor y en contra de las medidas revolucionarias.

Para muchos, en efecto, Cuba merecía ser puesta a los pies de la Virgen en un gran acto público de sincera devoción cristiana y mariana. El país había experimentado una guerra fratricida, los cubanos se habían matado entre sí, y la prensa no terminaba de publicar las historias y las imágenes de los muertos. Una mayoría abrumadora y también creyente, había esperado por mucho tiempo la justicia. Cuba y los cubanos debían no solo dar gracias a Dios por el fin de la guerra y la nueva era, sino poner a los pies de la Virgen el dolor de las viudas y los huérfanos, el rencor que amenazaba multiplicarse en la sociedad, la esperanza de un mañana mejor.

Por otro lado, muchos líderes católicos habían participado en el movimiento revolucionario. Ellos habían experimentado la importancia de su acción en la vida social y política del país, habían sido capaces, junto a los demás cubanos, de transformar la sociedad. Entre el fuerte laicismo republicano, y la supuesta negativa de la jerarquía a la creación de un partido político del tipo demócrata-cristiano, los católicos cubanos interesados en la política se sintieron compulsados a unirse a, o manifestar su simpatía política hacia, partidos que no respondían necesariamente a sus intereses. Pero no tendría que ser más así. La Revolución, en cierto modo, también representó para ellos la posibilidad de una nueva realidad en la vivencia de la fe. Así lo veía la revista La Quincena, de los padres franciscanos: “Estamos en revolución (…) Nada más natural y conveniente que el catolicismo pretenda hacer acto de presencia en momentos tan convulsivos y cruciales y clave su mensaje de fe, su doctrina de amor y justicia en medio del ágora, al aire libre…”[17]

El contexto del Congreso

En medio de los preparativos del Congreso, el 21 de octubre, se produce la llamada sedición del regimiento de Camagüey y el arresto del comandante Huber Matos; ese mismo día en la noche, un avión pilotado por un comandante desertor de la Revolución, y procedente de la Florida, lanza un ataque aéreo sobre un sector residencial de La Habana dejando muertos y heridos. Hay fuerte intercambio de notas entres los gobiernos de Cuba y Estados Unidos en relación con los ataques aéreos.

Otra vez, el 26 de octubre, una multitud de cubanos se concentra frente al Palacio Presidencial para condenar los ataques, las traiciones y todo lo que huela a contrarrevolución. Otra vez los gritos de “paredón”, a los que se añaden, por esos días, los de “elecciones para qué”. La Revolución se defiende, la Revolución está en guerra…

Las acusaciones de “comunismo” se suscitan contra la Revolución y sus líderes, las negativas como respuesta no demoran. El tema se había convertido en la punta de la lanza que amenazaba desde Estados Unidos, fue motivo de debate interno en aquel país y sus ondas expansivas llegaron a Cuba. La revista Bohemia reproduce un ensayo de Herbert Matthews, donde el periodista norteamericano, bien conocido por el primer reportaje sobre la guerrilla revolucionaria publicado en The New York Times, afirma: “Es totalmente irrealista de nuestra parte esperar que Castro se enfrente a los comunistas en las presentes circunstancias, en momentos en que respaldan su persona y su programa, y no son, como él lo ve, una seria amenaza. Ahora tiene que encarar las fuerzas conservadoras de la extrema derecha, molestas con las reformas de su Revolución. Pregunta: ¿por qué hostilizar a la extrema izquierda –los comunistas–, llevarlos al clandestinaje y tener que operar en dos frentes? (…) Debe añadirse que no se enfrentará a los comunistas si puede parecer que lo hace en respuesta a las críticas de Estados Unidos, sus amenazas y sus presiones”.[18]

Por esas fechas, una nota de prensa procedente de Estados Unidos atribuye al cardenal de Boston, Richard Cushing, declaraciones que denuncian el crecimiento del marxismo en el gobierno cubano, y la supuesta persecución a que era sometida la Iglesia en Cuba, a la que calificó ya como “Iglesia del silencio”. El 24 de noviembre, el obispo auxiliar de La Habana, monseñor Evelio Díaz, “interpretando el sentir de la Jerarquía Católica cubana”, que por su propia condición se debe “por entero a la verdad”, se ve precisado a desmentir las declaraciones del cardenal Cushing y afirma que “ningún bien de la Iglesia ha sido objeto de expropiación por el Gobierno”, y que “no ha habido interferencia del Gobierno en las actividades de la Iglesia”.[19]

El país no contaba ya con los tradicionales partidos políticos, desaparecidos quizás debido a su propia situación calamitosa frente al antiguo régimen. La Revolución en el poder no había dado muestras de necesitar una plataforma política definida, esa no era su prioridad. Las declaraciones de nacionalismo, el rechazo público del primer ministro Fidel Castro tanto de los totalitarismos de izquierda como a la influencia del poder político y económico del gobierno y capital norteamericanos, es posible que despertaran desasosiego en quienes deseaban un esclarecimiento rápido de la cuestión ideológica según los patrones clásicos: de “izquierda” o de “derecha”.

La única fuerza política sobreviviente de la etapa anterior era el Partido Socialista Popular (PSP) de los comunistas, una estructura bien organizada y entrenada, que había dado muestras de adaptarse y de subsistir tanto en la legalidad como en la ilegalidad, con redes que se extendían desde las bases populares hasta la alta intelectualidad. Sus posibilidades eran potenciadas por el hábil uso de la prensa radial y escrita y su maniobrabilidad para establecer alianzas y conspirar. En verdad, a pesar de la escasa simpatía con que contaba entre la mayoría de los cubanos, pocos partidos podían competir con el profesionalismo político de este.

Pero la Revolución no se reconocía marxista, aunque hubiera marxistas en puestos gubernamentales. En ese “limbo ideológico” de la Revolución, en esa aparente indefinición política, los comunistas tuvieron, a diferencia de otros, la astucia de no presionar demasiado en sus objetivos, y de adherirse al reclamo de unidad revolucionaria invocado por el Gobierno. Su ascenso y posicionamiento en determinados puestos claves, a pesar de la oposición de algunos sectores, entre ellos buena parte de los integrantes del Movimiento “26 de Julio”, parecía indetenible.

Es en medio de de esta turbulencia social, política, económica y cultural, en medio de ese “limbo ideológico” que las partes pujan por dominar, y donde cada acto privado o público era clasificado casi exclusivamente según su utilidad al servicio de la Revolución o como un gesto hostil hacia ella, cuando se convoca, prepara y celebra el Congreso Católico Nacional. No es difícil comprender entonces que todo cuanto allí se hiciera, o dijera, tendría lecturas políticas, o pasaría ya por el filtro de lo “revolucionario” y lo “contrarrevolucionario”.

Por otro lado, con la sola excepción del Partido de los comunistas, no quedaban ya fuerzas políticas partidistas que actuaran como un contrapeso ideológico organizado, o como referente de una oposición. El término oposición había desaparecido también entre las ruinas del antiguo régimen. La nueva realidad imponía solo dos alternativas: apoyar la Revolución o formar la contrarrevolución. Ante esta situación, no es de extrañar que más de uno viera en la Iglesia la única institución independiente y con la autoridad moral suficiente para servir de valladar frente al ímpetu revolucionario del nuevo gobierno.

Ante ese clima nacional, la preocupación por la manipulación y transformación del Congreso en un acto político era común. He aquí unos ejemplos:

1- “Es lógico que al derrumbarse el feroz aparato de la dictadura, bajo cuya sanguinaria obcecación cayeron no pocos católicos militantes, haya surgido el proceso que ahora culmina con el Congreso Católico Nacional, de realizar una viva y elocuente manifestación de fe y de rendir homenaje de agradecimiento y esperanza a la Patrona de Cuba (…) De aquí al Congreso es presumible que funcione el ‘cranque’ por dos bandas. Es decir que algunos traten de hacer chocar al Gobierno con la Iglesia y que otros traten de hacer chocar la Iglesia con el Gobierno. Esto no podrá ocurrir porque Iglesia y Gobierno están muy concientes de que el pueblo no quiere ese choque…”[20]

2- “El Congreso Católico Nacional… está siendo centro de numerosas suspicacias, de tendenciosos comentarios por parte de aquellos que pretenden parcializar la multitudinaria demostración de fe que hará el pueblo de Cuba, en beneficio de su particular criterio político, de interesado enfoque de la actualidad nacional. (…) Por eso se equivoca ingenua o malévolamente, quien quiera ver en el Congreso una demostración a favor o en contra del Gobierno”.[21]

3- “El Partido Socialista Popular rechaza y denuncia la infame maniobra con la que se pretende crear un clima de hostilidad entre católicos, comunistas y revolucionarios. (…) El Partido Socialista Popular se opone a todo intento de utilizar la religión como arma política y denuncia el propósito de mixtificar los sentimientos religiosos que los católicos cubanos se disponen a expresar con motivo del Congreso”.[22]

4- “Lamentable es que tengamos que salirle al paso a las maniobritas y que sentemos bien claro, que elementos latifundistas y garroteros y especuladores de toda laya, elementos sin escrúpulos, incapaces de comprender el sentido revolucionario de las prédicas de Cristo, elementos inescrupulosos que quieren herir el tradicional sentimiento religioso de nuestro pueblo noble hacia la Virgen de la Caridad, porque esa imagen es de todos los cubanos, es incluso de la Sierra Maestra (…) Y eso porque ciertamente entendemos que no es justa ni honesta la maniobra de querer aprovechar el Congreso, que es un acto legítimo de los creyentes cubanos…, de haber querido aprovechar esa fe de nuestro pueblo, las decenas y cientos de miles de devotos de nuestro pueblo, que van a ir allí a rezar por Cuba y por las leyes revolucionarias (…) Y bueno es que no se ande tratando nadie de alzarse con la fe sana y la devoción honesta de nuestro pueblo, porque ese sentimiento no servirá jamás para encubrir actos que van contra la caridad cristiana… porque es bueno recordar que cuando Cristo buscó hombres para predicar su doctrina, no buscó doce latifundistas de Palestina, sino que buscó doce ignorantes y humildes pescadores… a esos hombres humildes y pobres de nuestra Patria, como a aquellos doce Apóstoles, son los hombres que la Revolución ayuda…”[23]

¿Iglesia vs. Comunismo? La lección del Congreso Católico Nacional.

El Congreso tuvo dos momentos fuertes: 1) la multitudinaria celebración en la Plaza Cívica (hoy de la Revolución) ante la venerada imagen de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre la noche del sábado 28 de noviembre; 2) el acto público de las cuatro ramas de la Acción Católica el domingo 29 en el estadio “La Tropical”.

Para la generalidad de los cubanos el Congreso fue un éxito. Según el obispo Evelio Díaz[24]: “Nunca un gobierno, en el tiempo que llevamos de prelado, ha dado tantas facilidades a la Iglesia”.[25] Para la mayoría de los líderes de opinión, incluidos no católicos, el evento eclesial fue “otra victoria del pueblo de Cuba”,[26] y allí fracasó el “empeño divisionista de convertir el Congreso en un acto político o de segundas intenciones”.[27] Para otro cronista, la Iglesia que habló en el Congreso no fue “la Iglesia oscurantista y retrógrada… ni la Iglesia aburguesada y aliada a los privilegios y explotaciones”, como quisieron desfigurarla los que temían al comunismo “no por miedo a perder su libertad, sino a perder sus riquezas, los mismos… que pretendieron convertir el Congreso en instrumento al servicio de sus egoísmos y resentimientos.”[28]

El primer editorial de Bohemia posterior a la cita se hacía eco de quienes aspiraban a una convivencia armoniosa y segura entre todos los cubanos, y veían a la Iglesia como una fuerza moral capaz de ayudar en este sentido: “Solamente los insensatos o los malvados podrían sorprenderse, en consecuencia, de que la celebración nacional en torno a la Patrona de Cuba haya tenido, como lo subrayó repetidamente el Arzobispo de Santiago de Cuba, la más cálida y firme protección de las autoridades cubanas… Al fin y al cabo, de la misma fuente viva de la caridad cristiana… nacen la devoción católica y el idealismo social moderno, raíz de la Revolución cubana… Cuando se ve a un millón de ciudadanos agruparse en torno a los representantes de la Revolución, y se contempla luego a un contingente humano similar venerando a la Virgen del Cobre, no se trata de personas distintas, separadas por convicciones contrapuestas. Se trata del mismo pueblo.”[29]

No obstante, algunos percibieron el éxito del Congreso de otro modo. Para ellos, la gran manifestación religiosa indicaba más bien “la coraza de nuestra fe y la asistencia milagrosa de nuestra Virgen de la Caridad” para vencer las presiones de “las fuerzas del ateísmo y del odio” [30]. La mirada triunfal se convertía así en certeza de que nada ni nadie impedirían “el destino glorioso de un pueblo esencial y eminentemente católico” que “frente al flamear de las rojas banderas extrañas” continuaría agitando sus “pañuelos blancos”. [31]

Pareciera que la Iglesia no podría librarse de la puja entablada por intereses opuestos. Para algunos representantes de la “derecha” de entonces, no era la celebración de la fe, la oración por el bienestar de la Patria, la súplica por el consuelo ante el dolor o la fervorosa devoción mariana de los cubanos, sino la expresión clara y alta lanzada desde la Iglesia contra la amenaza del comunismo. Y todo indica que, a la postre, la devoción multitudinaria del pueblo sencillo a la Virgen de la Caridad en la Plaza Cívica, o la adoración pública al Cuerpo Místico de Cristo en el mismo lugar, fueron superadas por “la exclamación monorrítmica de ¡Comunismo no! ¡Comunismo no! ¡Comunismo no!”[32], coreada en el estadio “La Tropical”, durante la asamblea de las cuatro ramas de la Acción Católica.

El Congreso –y con él la Iglesia–, a pesar de la buena voluntad de algunos y la generosidad social de otros, inevitablemente se convertía así en elemento disociativo en medio de la sociedad cubana de entonces. Para los comunistas, evidentemente aludidos y emplazados, la interpretación del rechazo a su ideología debía relanzarse más allá de lo dicho. Así, para ellos, el evento “no fue un acto religioso de fe, de oración, de rito”, sino “un acto político, de partido, frente a la Revolución”.[33]

Pero en realidad, ¿cuál era la verdadera Iglesia?, ¿la del acto devocional a María de la Caridad y al Cristo de la Eucaristía de un millón de cubanos clamando paz y unidad –bajo la lluvia y el frío– durante la noche del 28 y madrugada del 29 de noviembre, o la del anticomunismo expresado por miles de católicos en la mañana de ese mismo 29 de noviembre? La mayoría de los presentes en la Plaza eran gente sencilla del pueblo, los “cansados y abrumados”[34] que buscaban alivio, católicos de corazón, devotos de la Caridad del Cobre, seguidores también de la Revolución y sus líderes, gente estremecida en su interior ante el llamado de los obispos en un momento particular de la Patria y, con seguridad, bien distantes del catolicismo de elite, militante y articulado en los conocidos movimientos eclesiales. Para la lógica popular, en instantes en que con no poca frecuencia la Revolución convocaba, la Iglesia ahora convocaba; y la Iglesia había dado muestras de apoyar y comprender la Revolución, luego el llamado de la Iglesia no podía ser contra la Revolución.

Todo lo anterior indica que el temor ante el comunismo era una obsesión en la mayoría de los cubanos. También, de un modo distinto quizás, en la misma Iglesia institucional. Es de suponer que la información con que contaba el pueblo cubano, y que le había llevado a desarrollar una opinión desfavorable ante el comunismo, llegara en buena medida a través de los medios de comunicación y de la información en general, dominada por Estados Unidos, país que por entonces estaba fuertemente imbuido en la guerra fría y en su propia guerra interna contra el comunismo. Al interior de la Iglesia, además de la crítica doctrinal, prevalecía el fuerte rechazo de un clero mayoritariamente español, marcado por la Guerra civil de su país de origen. Pero por otro lado, el Partido de los comunistas, aunque tenía influencias en una parte del sector obrero, no gozaba de una imagen pública positiva, especialmente en medio de la efervescencia de 1959 tras la derrota de Batista, con quien los comunistas cubanos se habían “aliado”[35] en el pasado, y contra quien poco habían luchado en la guerra revolucionaria[36]. Es probable que todo ello reforzara la popular idea de que los comunistas no eran merecedores de ocupar posiciones relevantes en el nuevo gobierno.

El problema para la Iglesia institucional, para muchos católicos y algunos obispos en particular, se presenta, tal vez, a partir de la combinación de al menos cuatro factores: 1) La indefinición política pública del programa revolucionario, esa especie de “limbo ideológico” según los postulados clásicos; 2) La creciente influencia de los comunistas cubanos en el nuevo gabinete al tiempo que se negaba enfáticamente toda pretensión de establecer un régimen comunista en Cuba; 3) La convicción de la mayoría, especialmente la que se unió a la lucha, de que la Revolución no se había hecho para establecer un régimen marxista-leninista en Cuba; y 4) La honda diferencia ética y filosófica entre el concepto cristiano del hombre y la sociedad y los postulados marxistas al respecto.

Es cierto que las posturas cristina y marxista, en relación con el hombre y la sociedad en general, guardan profundas diferencias, aunque en ocasiones haya coincidencia en la identificación de los males, o en los códigos lingüísticos empleados en la denuncia de esos males. Justicia social, salud y educación universal, por ejemplo, son propósitos convergentes. El odio y lucha de clases, negación de la trascendencia, propiedad colectiva o subordinación del ciudadano a los ambiguos “intereses de Estado”, son postulados que marcan el rechazo desde una concepción cristiana del mundo. Numerosos documentos pontificios, especialmente aquellos que conforman lo que llamamos hoy Doctrina Social de la Iglesia, han abordado el asunto de modo respetuoso pero firme. Inspirados y alimentados en esos textos del magisterio eclesiástico, muchos cubanos católicos manifestaron, de maneras diversas, sus criterios al respecto. No obstante, resulta inapropiado desvirtuar esa doctrina de la Iglesia y convertirla en arma de combate –desde la Iglesia– contra el marxismo, o contra el liberalismo radical, objeto de crítica igualmente en el magisterio eclesial. Para la Iglesia, todo aquello que afecte la dignidad del hombre, su libertad y derecho a buscar la Verdad trascendente, debe ser rechazado. Esta realidad, por otro lado, no pretende dictar la fórmula para la sociedad ideal, ni puede colocar un velo de ignorancia sobre actitudes desprovistas de caridad, verdaderamente anticristianas, que en nombre de Cristo no pocos católicos han practicado. Jacques Maritain afirmaba que los comunistas no son el comunismo. De este modo consideraba la posibilidad de un diálogo positivo entre cristianos y comunistas, en el que no podría faltar la exposición de la verdad sobre el hombre revelada por Jesucristo, una Verdad que la Iglesia está obligada a exponer y defender por mandato divino. De igual modo puede decirse que los cristianos no siempre somos el cristianismo. Aceptar seguir a Jesucristo, incorporar a la vida el deseo de ser reconocidos como discípulos de Jesús, es un acto libre y voluntario que obliga en el ejercicio de la caridad en la relación con nuestros semejantes en aras de trabajar por el bien común.

Hay quienes afirman que la Iglesia previó el establecimiento de un gobierno marxista en Cuba y que, por tal motivo, realizó el Congreso Católico Nacional, como si ello fuera suficiente para frenar tal propósito. Quizás para algunos, al menos en parte, fue así. Para el ya mencionado arzobispo de Santiago de Cuba, la acusación del fantasma comunista lanzada contra el Gobierno cubano, respondía más a los intereses inconformes de determinadas fuerzas políticas y económicas en Estados Unidos, pero igualmente albergó la esperanza de que el Congreso Católico Nacional hiciera reflexionar a los jefes políticos cubanos si es que tenían “la menor tentación de ceder a la influencia comunista”.[37]

De cualquier forma, el magisterio de Jesucristo, que pone su acento en la esencia de la condición humana antes que en las estructuras sociales –del mismo modo que la enseñanza social de la Iglesia–, no pretendió ser, no es y no será un arma política para competir en las estructuras donde se lucha por alcanzar el poder. Si la intención de algunos fue utilizar a la Iglesia como contraofensiva al comunismo en Cuba, el tiempo demostró lo absurdo de tal pretensión.

Ser Iglesia en una nueva realidad social.

No fue sino hasta abril de 1961, dos años y casi cinco meses después del triunfo de la Revolución cubana, que se declaró públicamente su carácter socialista, y el propósito de seguir las doctrinas de Marx y Lenin. Hoy sabemos que fue una definición retardada a voluntad y se nos ha dicho que se debió precisamente al rechazo popular a esa doctrina, pues “ser comunista era una desgracia”[38], en el país no había “una cultura socialista”[39] para asimilar tal propuesta desde el primer momento, y que si bien desde siempre la intención de promover una revolución fue para llevar al país hacia este tipo de sociedad, habría sido “riesgoso plantearlo en medio del océano de prejuicios”[40] sociales contra tales prédicas en los primeros meses y años de la Revolución.

Con esta nueva realidad aprendió a convivir la Iglesia. Pero a medida que el proceso cubano se fue radicalizando, la brecha en las relaciones Iglesia-Gobierno se fue ensanchando más y más, potenciado incluso porque el hombre de fe se vio, en no pocas ocasiones, precisado por ambos lados a escoger entre la fidelidad a la Iglesia y la fidelidad a la Revolución. Y con el nuevo programa social, el ateísmo y la concepción científica del mundo fueron los ingredientes propuestos al hombre y la mujer cubanos para levantar la nueva sociedad. En ocasiones se ha dicho que la Iglesia que actuó en el Congreso era la Iglesia pre-conciliar, atrasada e incapaz de comprender los grandes cambios sociales que tenían lugar en el mundo, y por tanto incapaz de asimilar las transformaciones revolucionarias. Tal vez. Pero si la Iglesia no estaba preparada, ¿quién lo estaba? El Concilio Vaticano II fue una puesta al día en relación con ese mundo cambiante, pero la preocupación por el ateísmo sistémico no sufrió alteración alguna. Señaló el Concilio, por ejemplo, un cierto tipo de ateísmo que pretendía la liberación económica y social del hombre y consideraba la religión como un obstáculo para tal liberación.[41]

Este tipo de ateísmo se impuso en Cuba. En lugar de comentar sobre sus consecuencias para las relaciones Iglesia-Estado, prefiero citar estas palabras del Encuentro Nacional Cubano (ENEC): “Como sucede siempre en situaciones tan complejas, otros factores de tipo económico y político se mezclaban en las declaraciones y refutaciones que se hacían de ambas partes y oscurecían las motivaciones auténticamente religiosas, que eran, sin dudas, las fundamentales para la Iglesia.

”Surgió así el enfrentamiento y sobrevinieron las dificultades ya conocidas. Quedaron después el recelo mutuo y las incomprensiones, y, sobre ese fondo oscuro, se han ido dando algunos pasos para un diálogo que sabemos difícil.

”Difícil por las características mismas de la ideología marxista y sus puntos de vista respecto a la fe religiosa. Difícil también por el carácter integral de la fe cristiana, por su contenido dogmático y por su tradicional consideración negativa del ateísmo. Difícil por las heridas resultantes de los primeros enfrentamientos: por los recuerdos desagradables que constituyen serios obstáculos a considerar”.[42]

Una sola Iglesia.

Aquí estamos, cincuenta años después. La historia de la Nación ha continuado, también la historia de la Iglesia, que ha estado signada, en parte, por el contexto socio-político cubano. Digo en parte, porque el aliento del Espíritu Santo, que obra siempre a pesar de nosotros mismos y de cualquier empresa humana con propósitos distintos a los de Dios, no ha interrumpido su aliento sobre la Iglesia que vive en Cuba, revelando a los católicos cubanos el modo apropiado de vivir la experiencia del Evangelio en medio de nuestra sociedad al modo de Cristo: unas veces en voz alta, otras en silencio, pero siempre abrazados a la Cruz. No hay una Iglesia anterior al Congreso y otra posterior al Congreso, del mismo modo que no hay una Iglesia anterior al Concilio Vaticano II y otra posterior a él. La Iglesia es la misma, fundada por Cristo, divina en su origen y propósitos, sin perder por otro lado su condición humana y el dinamismo que tal condición aporta, y esto por voluntad expresa de su Maestro y Señor.

No obstante, se distinguen dos dimensiones del Congreso. Quienes nos antecedieron quisieron dar, con la realización del Congreso Católico Nacional, una respuesta espiritual a su tiempo y a su espacio, a saber: al dolor de un pueblo sufrido y herido por la guerra; al anhelo auténtico de una sociedad donde prevalecieran la paz y la concordia; a la esperanza del pueblo creyente en su Madre y Protectora María de la Caridad; al profundo sentimiento religioso y a la expresión pública de la fe en Dios de un pueblo que había buscado durante medio siglo, sin mucho éxito, el camino de la felicidad confiando demasiado en los hombres; y, también, a la amenaza del ateísmo. Cuba tal vez no fue católica aquella noche en la Plaza Cívica, pero el pueblo cubano halló un canal de expresión y manifestación de su fe religiosa por medio de la Iglesia. Y ello ocurrió a pesar de los criterios distintos que pudieran apreciarse, como se aprecian hoy y se apreciarán siempre, entre los miembros de la Iglesia –y los creyentes en general– respecto a la realidad social.

Por otro lado, ante la profunda transformación en el orden moral, social, económico y político que vivía el país, no sólo se superaron las expectativas espirituales iniciales, sino que además quedó desbordado, en parte, ese mismo propósito espiritual del evento. Ciertos datos nos permiten apreciar que no pocos miembros de la Iglesia vieron, y aprovecharon, la oportunidad de convertir en tribuna política el espacio que permitía el Congreso. No fue un acto atinado, no porque estuvieran equivocados o acertados en sus interpretaciones y aspiraciones sobre la Revolución y sus prácticas, lo cual corresponde al plano siempre discutible y movedizo de las diferencias políticas, sino porque, consciente o inconscientemente, conducían a la Iglesia hacia un campo de acción que no le es propio, en el que no puede actuar y desplegarse según su naturaleza, alejándola así de su misión. La Iglesia no fue fundada por Cristo para competir en el campo de la política. La Iglesia no es una fortaleza política global con propósitos terrenos, sino vasija de barro que guarda y trasmite el preciado tesoro de la fe en el Dios Uno y Trino, y vive y obra aquí con la esperanza puesta en la plenitud de los tiempos. La historia nos demuestra que todo intento de anclar la nave de la Iglesia en este mundo ha sido contraproducente, ha corrompido el mensaje cristiano, ha producido daño moral y físico, y ha puesto en peligro el sagrado tesoro entregado por Jesucristo. Sin embargo, todo ello no resta un ápice a la obligación que tiene la Iglesia de anunciar que Jesucristo es el Camino más seguro, la única Verdad y la Vida plena, un anuncio que, en ocasiones, se traduce en velar por la salud social, proteger a quienes padecen hambre y abandono, defender los derechos de los ciudadanos a una vida digna y a gozar de la libertad y practicar la responsabilidad otorgada por su Creador.

Cuando Jesús responde a los fariseos: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es Dios”,[43] no solo desenmascaraba la trampa, también dejaba delimitado el campo entre lo político y Su misión en el mundo. No quiere decir que no le interesase el mundo, pues se hizo Hombre para redimir este mundo; y debemos suponer que él mismo, con su trabajo, pagó sus impuestos al César. Aquella repuesta de Jesús ha dado para más de un tratado sobre Doctrina Social de la Iglesia en su proyección ad intra y ad extra. Si Jesús delimita claramente los planes de Dios y los planes de los hombres, y manifiesta que lo que es de Dios no debemos darlo al César, y viceversa, no estaría demás preguntarnos: ¿por qué debemos esperar del César, o de cualquier ser humano, lo que solo Dios puede darnos? Ninguna revolución, ninguna empresa humana, ningún hombre pueden dar en este mundo la plena felicidad, aunque lo prometan con vehemencia y estén dispuestos a morir por ello.

¿Debemos fidelidad y continuidad al Congreso?

La fidelidad de la Iglesia es debida exclusivamente a Cristo. Y, como fieles, nuestra fidelidad debida a la Iglesia está sólidamente sustentada en que ella es, en Cristo, sacramento, “signo e instrumento de la unión íntima con Dios”.[44] Somos fieles a la Iglesia porque ella es redil que guía y alimenta Jesucristo, “el Buen Pastor y Cabeza de los pastores”.[45] Tal vez incluso, en nuestro mejor intento, no seamos siempre fieles, porque ni los ministros ordenados, en quienes creemos que se hace presente el Señor, están exentos de errores. [46]

Por otro lado, si el Congreso fue la respuesta a un momento determinado de nuestra historia, la continuidad de la misión evangelizadora de la Iglesia en Cuba ha marchado de acuerdo a los cambios históricos que se han producido en el país. En el momento actual, el contexto social, económico y político que envuelve la vida de los cubanos, y también de la Iglesia, es bastante distinto de aquel existente hace cincuenta años. El Congreso Católico Nacional fue un acontecimiento pasado al que debemos acercarnos sabiendo que nosotros vivimos el presente. Hablar de “fidelidad” y “continuidad” en relación con un evento puntual pudiera resultar un tanto rígido o no muy apropiado, máxime tratándose de un evento como aquel, inevitablemente vinculado a una coyuntura social tan radicalmente estremecedora para la cual ni la Iglesia, ni la sociedad misma en su conjunto, podían tener respuestas humanas eficaces.

Sería necesaria una escala intermedia entre el Congreso de 1959 y el presente. Ese punto de inflexión lo marca el Encuentro Nacional Eclesial Cubano (ENEC). Tras el paso del tiempo, necesario también para asimilar las drásticas transformaciones y los embates a que se vio sometida, así como para disponer mejor el espíritu, con el ENEC la Iglesia pudo finalmente reafirmar que su misión no dependía tanto del contexto social sino de ser fiel a Jesucristo, condición indispensable para salir después al encuentro de una sociedad modificada en la que permanecía aún, frágil pero latente, la llama de la fe. Allí se optó por el diálogo cuando el diálogo era nostalgia, por la apertura cuando las puertas estaban cerradas, por la evangelización diáfana cuando solo teníamos el testimonio silencioso, por la encarnación cuando se veía con sospecha –más que hoy– a la Iglesia y la religión.[47]

Conclusión

El contexto en que la Iglesia debe desarrollar su misión hoy en Cuba es marcadamente diferente al que se le ofrecía hace cincuenta años. Cuba se halla hoy en una encrucijada distinta. Nuestra sociedad se agita ahora entre el desencanto por un ideal no alcanzado y el anhelo por un futuro que se desea y se teme a la vez. En medio de esta aparente desorientación, algunos desean permanecer en un pasado de estancamiento, otros buscan nuevamente fuera de las fronteras las fórmulas salvadoras, al tiempo que crece el número de los que escudriñan desde los orígenes de nuestra nacionalidad hasta hoy, con la intención de conocer dónde desviamos el rumbo y enderezar el camino.

Pero al pasado no se regresa más que para aprender de él, del mismo modo que en el ineludible intercambio con el mundo, únicamente deberíamos buscar aquello que enriquezca nuestra vida en común. Si así no fuera, renunciaríamos a la propia capacidad para andar nuestra historia como cubanos hoy. La tercera postura es la que debería imponerse, porque de algún modo revela la convicción de que el proyecto de Nación no necesita más adjetivo que el de “cubano”, lo que implica mirar a nuestros semejantes como conciudadanos y co-responsables en la edificación de un presente y un destino comunes. Pero cualquiera sea la tendencia que prevalezca, con ojos de misericordia y suprema caridad, al modo de Jesús, la Iglesia debe aportar según demanda la hora presente cuando, de vuelta de los experimentos y las sacudidas sociales, el país necesita reencontrar la esperanza. Y todo cuanto haga la Iglesia debe ser en espíritu de servicio: al interior de sí misma, a los gobernantes, a los marxistas y a los no marxistas, a cristianos de otras denominaciones, a creyentes que no conocen a Cristo, a quienes se declaran ateos, a quienes se han alejado de la Iglesia, a las madres solteras, a los que desesperan por su dramático presente y ya no esperan del futuro, a los que pierden su empleo, a los presos todos, a los niños maltratados, a los ancianos solos, a los que se esfuerzan por levantar el país, a los que se empeñan en tender puentes de unidad en la diversidad. Tal servicio debe también retransmitir la fuerza del Espíritu que alienta a la Iglesia, porque “donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad”.[48]

Como afirmó el ENEC, con el tiempo “se han ido dando algunos pasos para un diálogo” entre la Iglesia y el Gobierno, por una parte, y, cada vez más, entre la Iglesia y la sociedad cubana en su conjunto. A pesar de que no han desaparecido totalmente las dos “barreras para el diálogo” identificadas por el ENEC hace más de veinte años, a saber, cierto grado de indiferencia oficial, por un lado, y desconfianza en varios sectores católicos, por otro, [49] es hacia ese diálogo donde debemos apuntar nuestras potencialidades con el único propósito de continuar la misión eclesial, contribuir a la reconciliación nacional y avanzar en la búsqueda del bien común. El entorno social puede modificarse muchas veces, según las transformaciones que tengan lugar en el orden político, económico o cultural, pero la Cruz permanece firme. Así debe permanecer la Iglesia en su misión, sabiendo que no tiene ni la primera ni la última palabra de todo y espera en aquel que la tiene, el Señor. En Él debe mirar la Iglesia, con serena confianza, el futuro incierto, porque sabe que mañana, antes que salga el sol, habrá salido sobre Cuba y sobre el mundo entero, la Providencia de Dios.[50] La misma Providencia que continúa convocándonos a vivir la unidad en la fe, la esperanza y la caridad; pero sobre todo en la Caridad.

*El presente trabajo, por razones editoriales, es una versión ligeramente abreviada de un texto preparado para el “Simposio sobre el Congreso Católico Nacional”, celebrado en la diócesis de Santa Clara, Cuba, los días 28 y 29 de noviembre de 2009. Se ha conservado su esencia original (NA).

Notas: [1] Confesiones, Libro XI, capítulo XVII. [2] San Agustín, Confesiones, Libro XI, capítulo XVIII [3] Crane Brinton, Anatomía de la revolución, Ed. Aguilar, 1958. [4] Monseñor Enrique Pérez Serantes, circular Vida Nueva, del 3 de enero de 1959. “La voz de la Iglesia en Cuba. Cien documentos episcopales”. Obra Nacional de la Buena Prensa, México, marzo de 1995. [5] Revista Bohemia, sección En Cuba, Año 51 Nº 5, Edición de la Libertad, Tercera Parte, febrero 1 de 1959. [6] Jaime Castillo Velasco, “La Revolución cubana vista por un demócrata cristiano chileno”, publicado en Política y Espíritu, revista quincenal de los demócrata-cristiano chilenos, reproducido en La Quincena, Enero 30 de 1960, Año VI, Nº 2, página 25. [7] Monseñor Eduardo Martínez Dalmau, obispo de Cienfuegos y opuesto a la Revolución, había abandonado el país en los primeros días de enero. [8] Ver La Iglesia Católica y la nueva Cuba, de monseñor Evelio Díaz; La reforma agraria y la Iglesia Católica, de monseñor Alberto Martín Villaverde; La reforma agraria y el arzobispado de Santiago de Cuba. Aclaraciones, de monseñor Enrique Pérez Serantes, en “La voz de la Iglesia en Cuba. Cien documentos episcopales”, ob. Cit. [9] En una declaración de tres puntos emitida por el Episcopado cubano el 20 de junio de 1957, desatada ya la guerra, los obispos afirmaban que la Iglesia, “sin desentenderse nunca de la alta política, que es el bien común, permanece fuera y sobre todo partido político”, algo que debe respetar todo católico “sin menoscabo de los derechos que le asisten como ciudadano, y que la Iglesia respeta, de actuar bajo su propia y personal responsabilidad en la vida pública de la Nación”. Declaración Oficial: Reitera el venerable episcopado cubano que la Iglesia católica es apolítica”, La Habana, 20 de junio de 1957, en Boletín de las Provincias Eclesiásticas de la República de Cuba, Año XLI, julio 1957, Nº 7. [10] Circular “Al pueblo de Cuba”, firmada por todos los obispos cubanos el 18 de febrero de 1959, “La Voz de la Iglesia en Cuba”, ob. Cit., página 70. [11] “¿Educación Romana para qué?”, Revolución, 2 de marzo de 1959, citado por Jorge Zayas en “¿De qué se quejan?”, Avance, 1º de diciembre de 1959. [12] Para conmemorar los primeros cincuenta años de la República (20 de mayo de 1902), la Iglesia convoca e inicia en 1951 una Misión Nacional, que incluye una peregrinación nacional con la imagen de la Virgen de la Caridad. [13] Manifiesto de las Asociaciones Católicas emitido el 24 de febrero de 1959. Citado por Manuel Fernández Santalices, “Cuba: Catolicismo y Sociedad en un Siglo de Independencia”, Ed. Fundación Konrad Adenauer, Caracas, 1996, página 62. [14] “Invitación del episcopado”, publicado en el Boletín de las Provincias Eclesiásticas de la República de Cuba, Año XLII, octubre de 1959, Nº 11. [15] Ibídem. [16] “El Papa y el Congreso Católico”, Monseñor Enrique Pérez Serantes, 12 de noviembre de 1959, Boletín de las Provincias Eclesiásticas de la República de Cuba, Año XLIII, Diciembre de 1959, Nº 12, página 433. [17] “El Congreso Católico Nacional”, por A.P., La Quincena, Año V, Nº 21-22, noviembre de 1959. [18] “Cuba 1959”, por Herbert Matthews, Conferencia en el Forum América Latina, en la Universidad de Stanford, reproducido en Bohemia, Año 51, Nº 46, noviembre 15 de 1959. [19] Monseñor Evelio Díaz Cía, “Ante declaraciones atribuidas al cardenal Cushing, de Boston, sobre dificultades de la Iglesia en Cuba”, Bohemia, Año 51, Nº 48, noviembre 29 de 1959, página 65. [20] “Ante el Congreso Católico Nacional”, por Ángel del Cerro, Bohemia, Año 51, Nº 47, Noviembre 29 de 1959, página 54. [21] “El Congreso Católico Nacional”, editorial de Bohemia, Ibídem. [22] “Denuncia el PSP una provocación”, Declaración firmada por el Buró Ejecutivo del C.N. del Partido Socialista Popular, del 27 de noviembre, con motivo de la aparición en algunos lugares de La Habana de letreros con la frase “Abajo el Congreso Católico Nacional. PSP”, publicada en Hoy el 28 de noviembre de 1959, Año XXI, Nº 277. [23] Fidel Castro, “Discurso pronunciado en la escalinata universitaria el 27 de noviembre de 1959 en conmemoración del 88 aniversario del fusilamiento de los estudiantes de medicina en 1871”, publicado en Hoy, el 29 de noviembre de 1959, Año XXI, Nº 278. [24] Pocas horas antes de iniciarse el Congreso, se conoció que el Papa Juan XXIII nombraba a monseñor Evelio Díaz, hasta entonces obispo auxiliar de La Habana, arzobispo coadjutor: “El anuncio vino a desvanecer un equívoco que habían echado a rodar algunos. Se había rumorado que la Santa Sede, descontenta por los pronunciamientos favorables a la Revolución emitidos por el prelado, lo destinaría de nuevo a su diócesis de Pinar del Río. La festinada ‘bola’, tirada como piedra artera por los contrarrevolucionarios, quedó plenamente desecha. Por el contrario, se ascendía al jerarca de la Iglesia, autor de la Oración por la Paz y de los pronunciamientos, valientes y cristianos a la vez, apoyando la Reforma Agraria”. “Gran demostración de fe popular, el Congreso católico”, en Bohemia, Año 51, Nº 49, diciembre 6 de 1959, página 59. [25] En Bohemia, ibídem, página 74. [26] “Un mar de fe”, por Angel del Cerro, en Bohemia, Año 51, Nº 49, Diciembre 6 de 1959, página 98. No obstante, es significativo que el autor, reconocido católico, no se refiera al acto de “La Tropical”. [27] Ibídem. [28] “El Mensaje del Congreso”, por Andrés Valdespino, en Bohemia, Año 51, Nº 49, Diciembre 6 de 1959, página 88. [29] “El Congreso Católico: otra victoria del pueblo de Cuba”, Editorial de Bohemia, edición cit., página 71. [30] “Un acto de integración cubana”, en Diario de la Marina, 1º de diciembre de 1959, Año CXXVIII, Nº 283, página 1. [31] “Pañuelos blancos”, por Ricardo D. Vila, en Diario de la Marina, edición cit. [32] “Justicia social sí, pero el comunismo no”, en Diario de la Marina, ed. Cit. [33] “Sobre el Congreso Católico”, por Blas Roca, en Hoy, Año XXI, Nº 280, 2 de diciembre de 1959. Nótese que el rechazo explícito al comunismo es traducido como rechazo a la Revolución. [34] Mt 11,28. [35] Fidel Castro en “Cien horas con Fidel. Conversaciones con Ignacio Ramonet”, ed. Oficina de Publicaciones del Consejo de Estado, La Habana, 2006, página 76. [36] “El 90 por ciento de los que estuvieron con nosotros en la lucha no eran comunistas, no eran del Partido Comunista”, ibídem, página 576. [37] “Inventó la prensa norteamericana el peligro comunista”, reportaje escrito por el canadiense Gerard Laglois para la revista La Action Catholic, reproducido por La Quincena en su edición de enero 30 de 1960, Año VI, Nº 2, página 7. [38] “Cien horas con Fidel. Conversaciones con Ignacio Ramonet”, ob. Cit., página 576. [39] Ibídem. [40] Fidel Castro, “Discurso pronunciado por el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz, Presidente de la República de Cuba, en el acto por el aniversario 50 del asalto a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, efectuado en Santiago de Cuba, el 26 de julio de 2003. http://www.cuba.cu/gobierno/discursos/2003/esp/f260703e.html [41] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución Gaudium et spes, n. 20. [42] ENEC, Documento Final, nos. 153-155, Tipografía Don Bosco, Roma, 1987, página 58. [43] Mt 22,21 [44] Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución Lumen gentium, n. 1 [45] Ibídem, n. 6. [46] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1550. Coeditores Católicos de México, Segunda edición, México D.F., 1993. [47] Cf. ENEC-Documento Final, ob. Cit., Discurso inaugural, por monseñor Adolfo Rodríguez, [48] 2Cor 3,17. [49] ENEC-Documento Final, n. 164. [50] Cf. Monseñor Adolfo Rodríguez, texto cit.


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