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  • Foto del escritorOrlando Márquez

LA VIDA EN COLAS

Actualizado: 29 jul 2023

Mi amigo José me dijo una vez en La Habana: “Orlando, en este país quien no tiene carro vive la mitad de su vida”. Una simplificación concisa que solo pueden entender quienes han perdido muchas horas de su vida dependiendo del sistema de transporte público en el país. Pero habría que añadirle el tiempo perdido en las colas, entonces la vida se “reduce” aún más.

Fue durante unas vacaciones de verano, en plena infancia a inicios de los setentas, cuando tuve mi primera experiencia de una cola en Cuba. Inolvidable. Con mis padres y mi hermana, visitaba primos y tíos que vivían cerca de Manzanillo. Eran parte de aquellas familias que fueron animadas, invitadas, conminadas y hasta forzadas a abandonar sus pedazos de tierra, sus antiguos bohíos de tablas de palma y techos de guano, para vivir “mejor” al integrarse a las nuevas formas de producción revolucionarias que nos llevarían al desarrollo y la prosperidad: las cooperativas.

Vivían entonces en una comunidad nueva, de esas que se construyeron en los primeros años posteriores a la Revolución socialista de 1959, con techos de hormigón y paredes de bloque, ventiladas y amplias. Es verdad que no tenían electricidad ni agua potable, tal vez alguien pensó que aquella gente de campo, acostumbrada a alumbrarse en las noches con una humeante “chismosa” de kerosene, no la necesitaban. Como cualquier casa moderna, las de mis parientes y sus vecinos tenían también su instalación hidráulica, pero por las tuberías solo circulaba aire; un pozo perforado en el patio y una vieja bomba manual parecían suficientes.

Entre cuentos de aparecidos y cacerías de cocuyos, una noche mis primos hablaron y prepararon la estrategia para comprar en la tienda del pueblo al día siguiente. “Mañana hay que levantarse temprano primo”. Así fue. No recuerdo ni el desayuno ni el recorrido de la casa a la tienda, pero sí recuerdo la salida antes del amanecer para llegar lo antes posible y pegarnos a una de las tantas puertas de la tienda. Siempre me ha acompañado el recuerdo de un mar de gente en aquel largo portal, una horda sin orden, un molote en urgencia que esperaba, animado y paciente, no sé qué. Yo no entendía nada, ni tenía conciencia de lo que hacía allí, pero mis primos, repartidos en diferentes puntos de aquel desorden al modo en que los niños saben abrirse paso entre adultos, me animaron a no separarme de la puerta de cristal y alguno me dijo: “Primo, cuando abran esa puerta corre. ¡Corre primo! Y agarra un pedazo de mostrador”.

Seguía sin entender qué ocurría, pero no pregunté y obedecí. A pesar de ser un niño pasado de peso, corría bastante rápido en distancias cortas. Cuando abrieron las puertas y la marejada humana comenzó su paso atronador hacia el interior de la tienda, volví a escuchar el grito ya familiar: "¡corre primo!", y corrí. Corrí como corría en mi barrio de home a primera base, y también empujé, pateé y extendí mi corto brazo hasta alcanzar, y defender, un pequeño segmento del largo mostrador de hormigón donde muchas costillas debieron romperse y algunos senos femeninos sufrirían el impacto heroico.

Cuando los desdichados que no alcanzaron un pedazo de la loza que nos separaba de los vendedores comenzaron a retirarse para regresar otro día, alcé la cabeza y vi rollos de soga junto a sacos de arroz, jabones y machetes. De algún modo mi mente infantil me decía que debíamos estar jugando pelota, o cazando yaguasas como hacíamos casi todos los días en las arroceras. Pero creo que me sentí satisfecho de haber ayudado a mis primos en aquella batalla, en aquella cola tan singular, que les permitió comprar alimentos y otros artículos necesarios para la casa y el trabajo, tras haber ganado un pedazo de muro y alzar uno de ellos, con orgullo de verdadero conquistador, la libreta de racionamiento donde estaban registrados los nombres de los diez miembros de la familia.

Mercado La Isla, en La Habana. / Foto: Ana León, tomada de internet.

Después tuve más conciencia sobre la absurda importancia de las colas, fuera para los juguetes, la guagua, el médico, la escuela, el trabajo, el pan, la bodega, los cigarros o los huevos, el pollo, la carne de cerdo o un saco de cemento. Colas de horas y días, colas que cuestan infartos y dinero, horas robadas a la vida, a la creación o a la inversión de la capacidad propia en las urgencias de la familia y del país. Hasta hoy, cuando muchos han decidido que es mejor invertir energías en las colas, largas como las del pollo, para comprar un pasaporte y emigrar. Hoy se hace cola para vivir lejos, en lo desconocido, pero lejos de lo conocido.

Obviamente, la experiencia de las colas ha sido un privilegio reservado a la clase dirigida, la clase dirigente ha sido privada de tal oportunidad. Los compañeros dirigentes necesitan tiempo, toda su vida si es necesario, para “organizar y desorganizar” -como ha dicho el presidente de la Asamblea Nacional- planes económicos que han colocado al país en un nivel de pobreza no visto antes. La clase dirigente se pierde la experiencia de las colas porque necesita tiempo para continuar su sacrificio único de “asaltar Moncadas” y preparar discursos, víctimas del destino que los obliga a mantener sus abultados vientres, como si no tuvieran derecho a padecer el “cruel bloqueo imperialista”.

A eso llaman no traicionar la revolución y sus principios. Saciados están y no comprenden, o prefieren ignorar, el tiempo de los necesitados.

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