PARA QUÉ EL MONCADA
- Orlando Márquez
- 27 jun
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 28 jun
Fue en un discurso mientras encabezaba el gobierno en Cuba -y cuya fecha exacta no recuerdo-, cuando Raúl Castro se refirió a una carta que le enviara una miembro del Partido Comunista de la provincia Pinar del Río. La persona denunciaba haber sido separada de su puesto de trabajo por practicar abiertamente una religión. Raúl Castro criticó públicamente el hecho, y dijo que se había hecho justicia.
Después escuché que, en reunión privada con quienes castigaron a la mujer, pidió explicaciones y le respondieron que siempre se ha procedido así con tales casos, de acuerdo al manual. Por supuesto que él lo sabía, pero en ese momento condenó tal práctica y, de pie, dio por terminada la reunión con una frase sugestiva: “¡Yo no fui al Moncada para esto!”
El hombre confrontado por su propia historia y conciencia, es el guerrero único de su propia batalla: es un misterio inescrutable.
Pero desde que escuché la anécdota me he preguntado, sin pretender respuesta, cuántas veces, durante su largo periodo como segundo responsable del gobierno revolucionario en Cuba, Raúl Castro se habría repetido a sí mismo la frase. Es difícil negar que las políticas practicadas después de 1959, anularon los ideales que animaron a decenas de jóvenes a seguir al líder en el intento de tomar por las armas el cuartel Moncada, en Santiago de Cuba, el 26 de julio de 1953.
Aquel fue el día que marcó la diferencia entre el pasado y el futuro, pero no en la forma prometida, pues el pasado sería la dictadura de entonces, y el futuro sería la democracia reconquistada. Pero no fue así. La dictadura siguió, con rostros y ropas diferentes, su vida en el futuro, hasta hoy.
Las motivaciones para aquella acción -que dejó, entre soldados, asaltantes revolucionarios y civiles indirectamente involucrados, casi un centenar de muertos-, eran justas. Según Fidel Castro (La historia me absolverá), de triunfar aquel delirio se habrían proclamado estas cinco “leyes revolucionarias”:
“La primera ley revolucionaria devolvía al pueblo la soberanía y proclamaba la Constitución de 1940 como la verdadera ley suprema del Estado...”
“La segunda ley revolucionaria concedía la propiedad inembargable e intransferible de la tierra a todos los colonos, subcolonos, arrendatarios, aparceros y precaristas que ocupasen parcelas de cinco o menos caballerías de tierra, indemnizando el Estado a sus anteriores propietarios…”
“La tercera ley revolucionaria otorgaba a los obreros y empleados el derecho a participar del treinta por ciento de las utilidades en todas las grandes empresas industriales, mercantiles y mineras, incluyendo centrales azucareros.”
“La cuarta ley revolucionaria concedía a todos los colonos el derecho a participar del cincuenta y cinco por ciento del rendimiento de la caña...”
“La quinta ley revolucionaria ordenaba la confiscación de todos los bienes a todos los malversadores de todos los gobiernos y a sus causahabientes y herederos ...”
Para eso fueron al Moncada. Más de setenta años después, de las ideas justas -tristemente- solo quedan prácticas políticas vulgares, empobrecedoras y antisociales. Y para eso no fueron al Moncada.
Cuando finalmente aquellos sobrevivientes alcanzaron el poder, desalojaron a los cuestionadores y tuvieron el apoyo de la población para poner en práctica las leyes prometidas en el Moncada, hicieron todo lo contrario. La soberanía no fue devuelta al pueblo y quedó secuestrada por ellos, los nuevos “soberanos”. Se organizaron en la cima del “partido comunista de Cuba”, pero ¿cómo puede llamarse “partido” a lo que se presenta como “el todo” y no una “parte” de la sociedad? Esa asociación de dictadores parásitos sepultó la Constitución de 1940 y, por formalidad, redactó una Constitución que se acomoda, siempre que sea necesario, a sus necesidades temporales, aunque ni ellos mismos la respetan.
La “segunda ley revolucionaria” fue una burla pesada y triste, que entregó tierras a los campesinos para los titulares y las fotos de la prensa, y se las retiró después para evitar su independencia y prosperidad personal, y la del país. Hoy Cuba no es capaz de autoabastecerse, mucho menos de exportar. El campesino promedio ha sido despojado de su esencia e identidad, aturdido con las consignas de panzudos burócratas, quienes pretenden dictar cátedra agrícola desde oficinas refrigeradas y con cultivos privados. Fue el propio Fidel Castro, en sus últimos años de gobierno quien, sin el más mínimo pudor, comenzó la práctica de pagar millones dólares a los granjeros y productores del “imperio norteamericano” antes que fomentar la producción nacional. Raúl Castro continuó y, obviamente, la estúpida continuidad de los continuadores continúa esa desastrosa práctica.
¿Alguien ha dicho a los campesinos cubanos que el gobierno continuador compró, solo en el año 2024, más de 430 millones dólares en alimentos y productos básicos en Estados Unidos, incluidos carne de pollo, de res, de cerdo, huevos, arroz, café y hasta dos mil quinientas noventa y una toneladas métricas de azúcar por las cuales se pagaron 2,59 millones de dólares? (Departamento de Comercio de Estados Unidos: https://www.fas.usda.gov/regions/cuba,).
La “tercera ley revolucionaria” fue la tercera mentira de una promesa incumplida. Nunca han podido los trabajadores cubanos participar siquiera del uno por ciento de las utilidades de las empresas. Hoy, la industria está diezmada y el comercio es casi solo teoría. A los trabajadores azucareros ni siquiera se les consultó la desaparición de la industria que fue por tantos años orgullo de ellos y sus antepasados. ¿Por qué hacerlo si no tenían el derecho que se les prometió?
La “cuarta ley revolucionaria” tuvo la misma suerte de las otras. Si los colonos hubieran tenido la oportunidad de participar al menos del veinte por ciento del rendimiento de la caña, otra hubiera sido la historia. Pero Cuba produce hoy menos azúcar que El Salvador, o Etiopía, y el país compra en el exterior el azúcar que el país no produce, aunque con “gran sacrificio”, habrá que decir, porque “el bloqueo nos impone una guerra económica”.
La “quinta ley”, después de la distorsión anterior, es más fácil de explicar. Los bienes confiscados fueron a manos de los nuevos soberanos y sus familiares, o los por ellos designados como herederos de la gran estafa. Es recurrente en la historia que, el fin violento de una dictadura, siembre las semillas de otra dictadura bastante peor.

El abandono de aquellas “cinco leyes revolucionarias” ocurrió desde los primeros meses del triunfo revolucionario de 1959. Sucedió antes de la ruptura de relaciones con Estados Unidos, antes del embargo económico, antes de la invasión por Playa Girón, antes de los “más de 600 atentados”, antes de los gobiernos de Kennedy, Johnson, Nixon, Ford, Carter, Reagan, Bush padre, Clinton, Bush hijo, Obama, Trump 1, Biden y Trump 2.
¿Para qué, entonces, el asalto épico y cruento al cuartel Moncada? ¿Para qué los sacrificios de generaciones por más de setenta años? Nadie puede responder por quienes traicionaron sus promesas y a quienes confiaron en ellos y en la democracia prometida.
La confesión de Raúl Castro a aquellos funcionarios fue tal vez auténtica revelación de un sentimiento, pero no se transformó en acción para eliminar de una vez el control sobre la vida religiosa y sobre la libertad de los ciudadanos. Cuando el legado final es solo tristeza, aun los logros positivos serán olvidados.
De la tragedia iniciada en el ataque al cuartel Moncada, extendida hasta hoy, todavía ofrecen luz las palabras del arzobispo Enrique Pérez Serantes, figura activa para salvar la vida de los sobrevivientes, en la misa que ofreció por todos los difuntos el 3 de agosto de 1956, en la catedral de Santiago de Cuba: “es preciso que hablemos palabras de hermanos, que se olviden los agravios, porque el odio jamás ha hecho grandes a los pueblos” (Bohemia, agosto 9, 1953).
Y así como, después de tanto pecado sobreabunda la gracia (Cf. Ro. 5,20), tenemos derecho a esperar años mejores cuando termine la noche más larga de Cuba.
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