El amanecer del 7 de diciembre de 1989, Gloria no lo esperó en la cama abrazada a Raúl y sus ronquidos. Saboreaba el café en la cocina, de pie y apoyada en la puerta abierta que daba al patio. La monótona voz del lector de Radio Reloj repetía el monótono guion informativo al compás del monótono sonido electrónico de cada segundo, más estridente al completar cada minuto. “Sí, la vida puede ser monótona -pensó Gloria-, pero el tiempo no se detiene”.
“¡Siete en puuunto de la mañana!”, tronó el lector radial antes de comenzar con los titulares noticiosos: “Cuba honra a los más de dos mil mártires caídos en Angola y en otros países – ¡Gloria eterna a los mártires del internacionalismo proletario! - En los 169 municipios del país se honra a quienes dieron su vida por el internacionalismo – Hablará hoy el comandante en jefe desde el Cacahual, junto a la tumba del mayor general Antonio Maceo, en el acto central por la Operación Tributo.”
El sonido de los pasos de Raúl arrastrando las chancletas la hicieron voltearse. Se saludaron con un beso, como cada mañana de los últimos veinticinco años, y ella repitió la misma pregunta que le hizo la noche anterior: “Tu, por fin, ¿vas a ir conmigo?”. Tampoco ahora tuvo respuesta. En realidad, Raúl le había respondido, sin que ella preguntara, el mismo día que Gloria le habló de la visita de Conrado, el presidente del Comité de Defensa de la Revolución: “Me dijo que había llegado el momento esperado y glorioso, en que el pueblo honraría a Raulito y a los otros dos muchachos del municipio muertos en Angola, mártires de la Revolución, del Socialismo, del internacionalismo y todo eso… Que la revolución no olvida a sus hijos, ni vivos ni muertos, y que los funerales con honores militares serían en la sede del gobierno”. Ahí fue cuando Raúl se adelantó a la pregunta: “Eso es una falta de respeto”.
“Es verdad”, se dijo a sí misma. Pero igual iría a rezar por los muertos; lo tenía decidido. Había rezado en cada misa en el viejo templo levantado en el parque del pueblo, donde fue bautizada y al cual sus padres la llevaron siempre, aun en los años difíciles, cuando los asistentes al templo en ocasiones no pasaban de diez. Ahora rezaría frente a los féretros y los funcionarios del gobierno local.
Cuando el locutor radial tronó “¡Nueve en puuunto de la mañana!”, Gloria abrió la puerta y salió al portal. Vestía la blusa blanca de encajes que le habían enviado desde Estados Unidos, al igual que la falda negra, y calzaba unas sandalias también negras, importadas de Checoslovaquia y compradas en la tienda del pueblo con el último cupón para zapatos de la libreta de racionamiento. En el monedero no había monedas, solo su llavero, el venerado y manoseado Rosario heredado de su madre y una minúscula Guía del Santo Rosario. “Yo vengo temprano para preparar el almuerzo”, le dijo a Raúl antes de cerrar la puerta al salir. Dejó el portal y comenzó a descender por la acera.
Caminó las silenciosas calles, atravesó el parque, saludó a los conocidos que encontró y se detuvo frente al restaurado edificio, antigua sede del Centro Asturiano. Ahora lo ocupaba la Asamblea Municipal del Poder Popular, aunque aún podía verse, empotrado en el piso del portal, el sello del club asturiano. En el portón de entrada vio a Conrado en su traje de miliciano, conversaba en voz baja con otras personas, unos vistiendo guayaberas ajustadas, otros de traje militar. Le pareció que hablaban de ella, pero igual atravesó con paso sereno el portal y llegó a la puerta, dio a todos los buenos días y ellos le devolvieron el saludo.
“Venga Gloria -dijo Conrado-, la acompañaré hasta el lugar que le corresponde”.
Había llegado al velorio organizado para su hijo, pero no lloraba. Lloró bastante cuatro años atrás, cuando recibió el telegrama donde le informaban que su hijo había muerto en combate, justo ocho meses después de haber llegado a Angola y con apenas 19 años. Lloró horas, días y meses, hasta que se le secó el alma. No tuvieron oportunidad de despedirse. Porque aquel año, y en aquel municipio, todos los muchachos que terminaran el preuniversitario y fueran llamados al Servicio Militar, serían llevados a Angola. Como familia habían hablado de esa posibilidad, y Raulito estuvo de acuerdo que era mejor negarse, ser juzgado por un tribunal militar e ir a la cárcel -si los rumores de ser llevados ante un tribunal militar fueran ciertos-, que ir a esa guerra en África. Así lo diría en la Unidad Militar si le hablaban de ir a Angola. Pero no hubo preguntas, ni respuestas, solo una orden: todos a la guerra.
Cuando Conrado le indicó los dos sillones destinados para ella y su esposo, vio el retrato de su hijo colocado sobre un pequeño féretro cubierto por una bandera cubana. Un escalofrío le recorrió la espalda de abajo a arriba, se le apretó la garganta y se le doblaron las piernas. Conrado la sostuvo y la ayudó a sentarse. Agradeció el gesto y se sentó casi en el borde del balance. Con el codo izquierdo apoyado en el resguardo lateral del sillón, levantó el antebrazo y en la mano semiabierta apoyó la frente. Permaneció así varios segundos y se repitió en silencio la pregunta que se hacía desde el día que Conrado le avisó de la llegada de los restos de su hijo a Cuba: “¡¿Qué carajo habrán metido estos desgraciados en esa caja?!”
Se acomodó en el sillón y comenzó a repasar el escenario donde estaba. Hacia la izquierda vio otro cajón forrado con tela negra y sosteniendo una pequeña caja con una bandera cubana y encima un retrato. Unos metros más allá otro cajón, otro féretro y otro retrato. Frente a los féretros mujeres y hombres llorando. “La familia” -pensó. Sintió pena por aquellas personas.
En algún momento las miradas se encontraron y sintió más pena, porque ella no lloraba. Bajó nuevamente la cabeza y se dispuso a mirar entonces a la derecha ignorando la caja frente a ella. A su derecha, junto a las escaleras y frente a la entrada principal, un grupo de personas permanecía en pie y conversaba en voz baja, entre ellos Conrado, acompañado por conocidos y por otros que no eran del pueblo. “Conrado caraj´. ¡Que te compre el que no te conozca!”, rumió en silencio.
Se acomodó nuevamente en el sillón, la cabeza al frente y los ojos cerrados. Sacó el Rosario del monedero. Al tacto recorrió las cuentas y encontró el crucifijo, lo sostuvo entre el pulgar e índice izquierdos, subió la mano derecha a la frente y se persignó en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Abrió los ojos y vio nuevamente el retrato en blanco y negro de Raulito, y le recordó el carnet escolar. Comenzó a rezar: “Señor mío, Jesucristo, Dios y hombre verdadero…”
Ofreció el Rosario por todos los cubanos muertos en las guerras absurdas y por sus familiares, y decidió hacerlo con los misterios dolorosos, aunque no correspondía al jueves. Rezó el Padre Nuestro, siguió con las Ave María y la oración del Gloria. Abrió la guía y leyó en voz baja el primer misterio.
Con cada cuenta del Rosario se mezclaban evocaciones por los muertos desconocidos. Su devoción era evidente y su rostro mostraba una serenidad que la distinguía del resto.
Continuó pasando cuentas del Rosario. Se saltó las letanías, pero leyó la oración final y entonces rezó la Salve. Se persignó al terminar y permaneció unos minutos mirando el pequeño sarcófago y especulando sobre su contenido. Rezó un rato más, y otro rato solo permaneció en silencio. Casi dos horas después de haber llegado, se levantó y se dirigió a la salida.
“Todavía se ve linda -pensó Conrado cuando la vio levantarse y caminar hacia donde él estaba frente a la puerta de salida-. Lástima que siga con eso de la religión y se haya casado con el gusano ese. ¡Y nada menos que con el nombre de Raúl!”. Mostró los dientes al verla acercarse.
- ¿Ya se retira Gloria?
- Sí. Le dije a Raúl que llegaría para el almuerzo.
- Claro, claro. ¡Lástima que Raúl no vino! Pero bueno, está usted aquí que es la madre. Ojalá Raúl se nos pueda unir en la tarde. Todo el pueblo estará junto a ustedes en el recorrido hasta el cementerio. Será una ceremonia sentida pero breve, porque todos queremos oír al comandante esta tarde. Así que, nos vemos en un rato.
- No, no nos veremos en un rato. Yo no regreso.
- ¡¿Cómo que no regresa?! Con su permiso y con todo respeto, Gloria, yo no creo que haya algo más importante que acompañar los restos de su hijo al panteón de los mártires. Su hijo es un mártir de la Revolución, el socialismo y el internacionalismo proletario… No… No, no. ¡Yo no entiendo!
- Ese fue siempre tu problema Conrado, desde que estábamos en la escuela. Hablas y hablas, pero no escuchas y no entiendes. Vine a rezar por los miles de muertos y por sus familiares. Y vine…
- Yo sé. Yo sé que usted tiene sus creencias y eso. Y eso no es malo. Pero su hijo…
- Déjame terminar. También vine para preguntarte si tu sabes lo que hay dentro de esa caja que tiene un retrato de mi hijo encima.
- Compañera Gloria, la Revolución no juega con esas cosas. Los mártires son sagrados. Pero, ¡¿cómo se le ocurre eso?! – preguntó en alta voz Conrado.
Fue entonces cuando se acercó uno de los que vestía guayabera blanca y preguntó “¿qué pasa aquí?”
Gloria lo ignoró y se adelantó a una posible respuesta de Conrado: “Raúl no vino porque dice que esto es una falta de respeto. Es verdad. Tú me preguntas que cómo se me ocurre dudar de lo que hay dentro de la caja, y te voy a responder. Mi hijo, Conrado -miró por primera vez al señor de guayabera- desertó a los nueve meses de estar en Angola. Yo no lo sabía cuando me llegó el telegrama diciendo que había muerto. Él después me avisó que se había fugado y se entregó al otro bando. No sé los detalles, solo sé que lleva casi tres años en Estados Unidos. No lo dije antes por temor, porque no sabía lo que pasaría con mi marido y conmigo, porque es verdad que ustedes son buenos para meter miedo. Pero esto que han preparado, me dio valor para decirlo. Ya cumplí aquí. No me llevo la foto porque no la necesito. Siéntate allí si quieres, o mejor, llévate la caja a un lugar donde no te vean y mira dentro. O si prefieres déjalo todo así, como un secreto entre nosotros tres.
Los tres guardaron silencio. Gloria se fue caminando con el suyo y los otros conversaron en silencio su silencio, sin moverse del lugar, mientras se miraban sin querer mirarse.
Gloria cruzó la calle, atravesó el parque, saludó a los conocidos y se detuvo ante el portal de la casa. Sacó la llave y entró a su casa. “Amén”, susurró al cerrar la puerta.
Años después Raúl y Gloria emigraron y se reunieron con Raulito. Nunca visitaron el panteón militar donde hay un nicho que tiene escrito el nombre de su hijo.
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