LA INTERVENCIÓN DE LA IGLESIA TRAS EL ATAQUE AL MONCADA (Final)
- Orlando Márquez

- 23 ago
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Y LOS AÑOS POSTERIORES
Fidel Castro mantuvo una relación “fidelista” con la Iglesia: cercanía prudente y distancia, neutralidad y ataque, rechazo en público y respeto en privado, o viceversa.
Las narraciones de prensa son importantes porque son de primera mano y, ciertamente, contradicen las versiones posteriores, incluso del propio Fidel Castro. A ello podría añadirse sus palabras finales al tribunal en el juicio a los sobrevivientes del Moncada, según los periodistas presentes, algo distintas a las que nos repitieron después: “No pido mi libertad. Ustedes cuentan con el respaldo del pueblo de Cuba, aunque nos condenen. No importa el silencio de hoy. La historia, en definitiva, lo dirá todo.” (Sección En Cuba, Bohemia, Año 45, No. 44, La Habana, noviembre 1 de 1953).
Obviamente, al reescribir y enriquecer en la prisión de Isla de Pinos su defensa en el juicio y titularla “La Historia me Absolverá”, Fidel Castro sabía que había dado el gran salto hacia la historia futura, pero que sería absuelto por la historia, no lo oyeron los periodistas. Tanto el final del discurso original como la transcripción editada, parecen una reelaboración de las palabras finales de Adolfo Hitler en el juicio que se le hiciera en Leipzig, en 1924, y reproducidas en su libro “Mi Lucha”: "Los jueces de este Estado pueden condenarnos tranquilamente por nuestras acciones; mas, la Historia, que es encarnación de una verdad superior y de un mejor derecho, despreciará un día esta sentencia, para absolvernos de toda culpa".
Fidel Castro supo de la amnistía para los asaltantes al Moncada por los guardias del Presidio Modelo, pero también por el padre Hilario Chaurrondo C.M., fundador de la Obra del Preso, quien visitaba los prisioneros, también a los condenados del Moncada, y sostuvo encuentros privados con Fidel Castro en el Presidio Modelo. El padre Chaurrondo se llevó a la tumba aquellos encuentros. En la Casa de las Hijas de la Caridad en Gerona, se hospedaron más de una vez las mujeres familiares de aquellos presos.
También difícil se tornó, con el tiempo, la relación de Fidel Castro con su antiguo mentor y amigo en los tiempos del Colegio Belén, el sacerdote Amando Llorente S.J., a quien invitó a visitarlo durante la guerra en la Sierra Maestra. El padre Llorente no ocultó nunca su aprecio por Fidel Castro, “un hombre con destino”, decía, que tenía “una misión que cumplir” y que “la cumplirá en contra de todo obstáculo”. Forzado a salir de Cuba tras la Revolución de su discípulo, vivió en Miami hasta su muerte en 2010. Pero, a fines de los años noventa del pasado siglo, en momentos difíciles tras la desaparición de los estados soviéticos en Europa y la agudización de la crisis en Cuba, el padre Llorente regresó a Cuba en visita privada.
“Vino porque Fidel lo mandó a buscar”, me dijo Friguls por aquellas fechas. Algunos en la Iglesia supimos de la visita y del encuentro privado con su antiguo discípulo, pero no más. Años después, de visita en Miami y hospedado en el edificio que era propiedad de la Agrupación Católica Universitaria (ACU), pude conocer al padre Llorente, residente allí. Por entonces ya Fidel Castro había pasado al retiro tras la grave enfermedad gastrointestinal. Como no podía ocultar mi curiosidad, en unos minutos libres le pregunté sobre su visita a Cuba y el reencuentro con su antiguo discípulo. Me dijo que se habían encontrado y rememorado agradables experiencias pasadas, pero su mayor anhelo, confesar a Fidel Castro y darle la absolución, no se produjo. “Yo te puedo absolver de tus pecados y ayudarte a salvarte”, le dijo el sacerdote español, a lo cual Fidel Castro, con afecto y respeto solo respondía con un “gracias padre”, pero sin abrirse a la Gracia. El padre no pudo entender el sentido de aquella invitación, pero, en lo que me parecieron palabras muy fuertes, añadió: “Ahora rezo para que no muera pronto, y sufra en vida por el daño causado a los cubanos; porque yo sé que sufre apartado de la vida pública”. En el año 2015, durante su visita a Cuba, el Papa Francisco regaló a Fidel Castro una colección de CDs con charlas y meditaciones del padre Llorente.
Monseñor Pérez Serantes, además de la mencionada intervención, durante los años de la guerra facilitó y animó, secundado por sacerdotes, religiosas y un pequeño ejército de laicos católicos, los envíos de recursos de todo tipo a los revolucionarios de la Sierra Maestra. Muchos católicos que le rodeaban, con riesgo para sus vidas, fueron activos y destacados miembros en la clandestinidad del Movimiento 26 de Julio. El propio Enrique Canto, el laico católico que acompañó al arzobispo durante la entrega de los fugitivos, llegó a ser tesorero nacional del Movimiento. Con la venia del arzobispo Pérez Serantes, la noche del 31 de diciembre de 1958, antes de entrar triunfante en Santiago de Cuba, el alto mando guerrillero se hospedó en el Seminario San Basilio Magno. Fidel Castro durmió en la habitación 28, al final del pasillo detrás de la capilla, a unos metros del Santuario Nacional de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, Patrona de Cuba.
Monseñor Pérez Serantes estuvo presente en el Ayuntamiento de Santiago de Cuba el 1 de enero de 1959, junto a Fidel Castro y el propuesto presidente Manuel Urrutia y desde aquel balcón bendijo al líder revolucionario, a sus tropas y a todo el pueblo de cubano.
En los años posteriores al Moncada y primeros meses de la Revolución, nunca ocultó su simpatía y confianza personales, y no escatimó elogios, hacia el líder revolucionario, a quien consideró “esforzado paladín de la libertad, merecedor de figurar en la línea avanzada de los más geniales, valerosos y humanos revolucionarios de América... gigante de Sierra Maestra”. Así lo describió en la misma carta que le dirigiera pidiendo detener la ola de fusilamientos que siguieron al triunfo revolucionario, donde le animaba a “nimbar su frente con la corona de la clemencia”.
Pero el comandante en jefe lo ignoró. También prefirió no dar crédito al arzobispo por su intervención tras el asalto al Moncada, que salvó su vida y la de otros siete de sus seguidores. Todo el crédito se lo daría al teniente Pedro Sarría quien, en efecto, según su propia versión y la de otros medios de la época, era el jefe de la patrulla que buscaba a los fugitivos y le tomó prisionero.
Pero la garantía de vida de los fugitivos le había sido dada al arzobispo de Santiago de Cuba tras interceder ante las autoridades militares, y las órdenes de no matar al teniente Sarría y sus hombres. Incluso puede ser que algún soldado -o muchos- pudiera tener el deseo de matar a Fidel Castro, pero tal como escuchó Friguls decir a uno de los soldados que apresaron a los primeros cinco y que él narró después en su crónica para El Diario de la Marina: “la vida de estos hombres, padre, está garantizada”, y “tengo que hacer entrega de ellos a mi jefe (el teniente Sarría), que está en las lomas, donde se han entregado tres más”. Los soldados, evidentemente, tenían orden de no matar detenidos.
Durante una comparecencia en televisión el 7 de abril de 2005, tras el fallecimiento de san Juan Pablo II, Fidel Castro habló sobre el Papa, su visita a Cuba, el discurso de monseñor Pedro Meurice al inicio de la misa en Santiago y -quizás por primera vez públicamente- habló de monseñor Pérez Serantes y su participación tras el ataque al Moncada. Como por entonces yo solía preparar reportes a solicitud de la Iglesia, grabé la intervención que después transcribí.
Fidel Castro hizo una narración incoherente mientras movía los brazos y buscaba papeles regados frente a él y ayudado por su secretario personal, Carlos Valenciaga. Habló en tercera persona, como si él no hubiera sido uno de los beneficiados ni conociera en detalles la intervención del arzobispo, llamándola “una cosa extraña”. Pero dejó enunciado, sin proponérselo tal vez, como se describe en el artículo de Bohemia, que había pactado con un campesino su entrega al arzobispo de Santiago de Cuba:
“Y ciertamente la Iglesia... el padre Pérez Serantes, un cardenal, y prestó un servicio... Yo soy el primero en reconocerlo. Tuvo una conducta noble frente a los asesinatos aquellos... Más de ochenta personas y él se interesó. Es la historia, es conocida... cómo fue y ayudó a los combatientes... No voy a repetir aquí la historia... salvó algunas vidas... sí contribuyó y bueno... no se sabe... qué pasó allí... una cosa extraña. No sé si he contado alguna vez cómo me capturaron, qué yo estaba haciendo, dormido... como me pusieron el fusil... Entonces ya la denuncia de los crímenes en el Moncada había creado una conmoción… En esa atmósfera monseñor Pérez Serantes, un sacerdote español, obispo, se sintió en el deber y lo hizo –puede estar incluso acorde con las tradiciones–, y empezó a plantear, y ayudar a salvar algunas vidas de algunos prisioneros. Aparece allí una especie de impasse... En aquella situación se dan las noticias por la radio, nosotros siempre algún radio poníamos... y nos dimos cuenta que había una posibilidad, que aquellos compañeros no podían seguir... Y entonces decidimos... Propongo... me quedo con dos, tres éramos... Y entonces al anochecer nos acercamos hasta la carretera, a ver un campesino que sirviera de contacto con el arzobispo, para que... que aquello garantizara la vida de aquellos combatientes... Entonces allí estuvimos una hora... todo acordado con aquel campesino... Y nos retiramos hacia el interior otra vez. Eso era una garantía…”
El buen arzobispo, comprometido con el destino del pueblo cubano desde sus años de joven sacerdote en La Habana hasta el final de sus días en Santiago de Cuba, pensó que su accionar y simpatía hacia el joven guerrillero podrían influir sobre él para garantizar ciertas libertades nuevamente amenazadas tras el triunfo revolucionario. Su desencanto y tristeza fueron grandes. “Muero en silencio, como un perro triste”, dijo años después a su discípulo y sucesor, monseñor Pedro Meurice.

Decepción similar parece haber vivido quien fuera por entonces el obispo de Matanzas, Alberto Martín Villaverde. Varón ilustre y poco conocido, nacido en La Habana el 2 de enero de 1904, nombrado obispo por Pío XI y ordenado el 3 de julio de 1938. A los 34 años fue el obispo más joven de América. Monseñor Alberto era bien conocido por su interés en la cuestión social y los más desfavorecidos.
Según me contó el cardenal Jaime Ortega, en los primeros días de la Revolución, cuando daba maratónicos discursos y sostenía encuentros con las fuerzas vivas del país, Fidel Castro se reunió con el obispo de Matanzas. Ese día tendría un encuentro con representantes del sector agrícola. “¿Qué cree que debo decirles?”, preguntó al obispo, quien dio animoso sus consejos y sugerencias por el bien del país. Fidel Castro se despidió agradecido, pero lo ignoró totalmente. ¿Acaso solo quería saber los criterios del obispo sobre sus ocultos planes socialistas? No sabemos. Es especulativo.
Pero cualquiera de aquellos religiosos pudo haberse preguntado dónde y cuándo mutó el joven líder que prometió justicia y democracia, y elecciones en dos años, pero nunca una dictadura totalitaria.
Monseñor Alberto moriría joven el 3 de noviembre de 1960, de un infarto fulminante. Pero nos dejó, entre otras cosas, el Credo Social Católico que leyó en el Congreso Católico Nacional celebrado en La Habana en noviembre de 1959. Un texto de inspiración divina y humana que trasciende, como la Iglesia misma, los planes y los tiempos de los dioses humanos:
- Creemos en los derechos naturales y en la dignidad del hombre como persona humana.
- Creemos en el derecho del hombre a una vida decorosa y digna y en la obligación universal de la justicia.
- Creemos en los derechos de los padres en la educación de sus hijos y en el deber social de divulgar la cultura.
- Creemos en la santidad del matrimonio y de la vida familiar y en la dignidad humana.
- Creemos en la obligación moral del amor a la patria y en la primacía del bien común.
- Creemos en el derecho de la Iglesia a realizar su obra salvadora y en la justicia como base de la vida internacional.
- Creemos en la libertad del hombre en contra de las doctrinas totalitarias.
- Creemos en la fraternidad humana y en la Caridad como centro de la vida cristiana.
- Creemos que Dios ha otorgado a los hombres derechos fundamentales que corresponden a exigencias esenciales de la naturaleza humana, y ninguna persona, institución o sociedad puede lícitamente ignorarlos o violarlos.






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