Apareció en el campamento la misma tarde del día que llegamos para los cuarenta y cinco días de escuela al campo, era el año 1978. Nos habían dicho que sería en Las Ovas, Pinar del Río.
Estábamos en el comedor -al menos esa era la función asignada a aquella porción primera de la inmensa nave, con sus largas mesas forradas de aluminio agujereado y los infinitos bancos que resistían al paso del tiempo y los golpes-, y allí se presentó. Recorría los pasillos entre los bancos, miraba a todos y decía algo que pocos alcanzaban a oír con claridad la primera vez.
Tendría unos diez años, con estatura propia de su edad, un tanto corpulento. Sus ojos azules y su pelo rubio ensortijado son inolvidables, como sus botas sin cordones. Así pasó a nuestro lado y alguien le ofreció un pedazo de pan con mantequilla que merendábamos, pero no aceptó y se paró mirando al generoso estudiante, quien le preguntó entonces su nombre.
Respondió con voz clara: “Yo soy Boniato”. Reímos, evidentemente. Aquello podía ser un apodo o un nombrete, pero, aunque acostumbrados a decirnos nombretes unos a otros, y hasta llegábamos a responder por él, nunca nos llamábamos a nosotros mismos por esos apodos burlescos. Y añadió las palabras repetidas desde que entró por el inmenso portón de la nave, pero ahora frente a nosotros, sin moverse y con bastante claridad: “Fidelcastrorru -pausa- tieneloevopelú -pausa- Fidel matóamiapá”.

Quedamos un tanto perplejos mirándonos. Entonces otro estudiante, un negro amigo y vecino del barrio que no perdía oportunidad para ver el lado alegre de las cosas, intervino: “Pérate pérate pérate”, bajó la voz, abrió los ojos como acostumbraba para enfatizar lo que diría, y acercó su redonda cara al niño hasta preguntarle: “¡Oye chama ¡¿qué tu dijiste?!” Boniato, sin dejar de mirarle, repitió sus palabras: “Fidelcastrorru -pausa- tieneloevopelú -pausa- Fidel matóamiapá”. No estábamos acostumbrados a escuchar semejantes confesiones.
Alguien comentó más tarde con un profesor las cosas que decía Boniato, y el docente reveló que los residentes de aquella comunidad vecina nuestra y formada por edificios de microbrigadas de reciente construcción, conocida como Briones Montoto, eran “contrarrevolucionarios y bandidos del Escambray”, originarios de la antigua provincia central de Las Villas, que había que tener “cuidado” con ellos, pero no “molestarlos”.
De aquellas personas solo teníamos referencias. El epíteto oficial preferido para identificarlos era “bandidos”, y las montañas del Escambray habían sido “limpiadas de bandidos”. O sea, los jefes de la revolución decidieron que quienes las habían habitado por generaciones las ensuciaban, porque algunos de ellos se habían revelado en armas contra la revolución declarada marxista y sus inmediatas expropiaciones. Y todavía, años después, familiares de aquellos rebeldes y otros miles que allí quedaron, fueron expulsados de sus tierras y reconcentrados en Pinar del Río y Camagüey. Al parecer el padre de Boniato había sido uno de aquellos alzados del Escambray, o vinculado a ellos de algún modo.
De modo que allí, en aquella escuela al campo cerca de Briones Montoto, conocimos un “pueblo cautivo” ocupado por “cautivos”, cuya historia se ha pretendido resumir de modo bastante parcial en una película llamada El hombre de Maisinicú. Pero en las montañas del Escambray hubo una guerra, en un momento en que solo la guerra se reconocía como medio de lucha justiciera, como antes se había hecho otra guerra en la Sierra Maestra. Y en una guerra nacional o civil, como en todo conflicto, si no se conoce el relato de todas las partes implicadas, no hay historia verdadera.
De entre aquellas personas que allí vivían, algunos eran nuestros guías en el campo, nos acompañaban cada día en las horas de trabajo. Gente de pocas palabras, desconfiados y muy respetuosos. Algunos solo podían salir del pueblo tras pedir, y obtener, un permiso de la autoridad del Ministerio del Interior; en las noches de apagones eléctricos, la policía rodeaba el lugar y no podían dejar sus casas.
A Boniato lo vimos muchas veces, casi todos los días que pasamos allí. A veces venía después del almuerzo y nos acompañaba a los campos de trabajo por un rato y después desaparecía en silencio. No creo ser el único que recuerde aquel niño de pelo rubio ensortijado y ojos azules cuya familia, probablemente, le enseñó la frase lapidaria e irrefutable que repetía con insistencia, como un mantra que no debía olvidar.
En una ocasión, el joven profesor secretario del Comité de Base de la Juventud Comunista lo escuchó, le puso la mano sobre el hombro y trató de convencerlo de que las cosas no eran como él decía, que Fidel era como un papá y la Revolución le había dado escuela y todo lo demás. EL niño se limitó a retirar la mano de su hombro y repetir su mantra: “Fidelcastrorru -pausa- tieneloevopelú -pausa- Fidel matóamiapá”.
No sé dónde estará hoy Boniato. Quizás vive allí, en aquel pueblo nacido en ruinas al ser ocupado por gentes a las cuales les habían arruinado la vida; quizás no. Lo he recordado estos días de largas sanciones contra jóvenes que salieron a expresar su frustración y descontento en varias ciudades de Cuba. Porque la justicia revolucionaria es la misma: no escucha, solo castiga y en exceso. Estos jóvenes han recibido, de un modo algo distinto al de Boniato, el golpe de la misma injusta justicia revolucionaria. Crearán su propio mantra y se lo repetirán mil veces a ellos mismos y a quienes les rodean. Quizás no tengan espacio mañana para la venganza y el odio, pero ni ellos ni los suyos olvidarán el trato injusto recibido en nombre de la revolución.
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