Desde los primeros años de la Revolución cubana, en un mundo bipolar, quedó establecida la posición oficial y pública del gobierno favorable siempre a la Unión Soviética. Es comprensible, cuestión de intereses, partidistas y gubernamentales evidentemente, alejados cada vez más de los intereses populares, como se aprecia hoy.
Tal opción incondicional no ha desaparecido, continúa con Rusia, renovación del imperio de los zares que, por un tiempo, fue soviético. Estados Unidos pasó a ser el enemigo necesario, desde aquella singular carta de Fidel Castro a Celia Sánchez, y la URSS el amigo con quien se comparte el enemigo. Tal opción ha dado frutos al gobierno cubano. En ocasiones debió haber sido una opción dolorosa, cuando menos molesta, irritante, un buche amargo, pero tolerable.
Nikita Krushov llegó a decir que él no sabía si Fidel Castro era comunista, pero estaba seguro de que él era “fidelista”. Con gran confianza y arrojo para defender al gobierno revolucionario cubano del imperio norteamericano, envió no solo petróleo, también cohetes nucleares en 1962. Pero cuando el camarada Nikita consideró era mejor dejar de lado su “fidelismo” y aceptar la propuesta del presidente norteamericano de retirar los cohetes, negociar y evitar una catástrofe nuclear, ignorando las demandas del gobierno cubano, con el beneplácito de los altos mandos revolucionarios el líder soviético comenzó a ser llamado “Nikita mariquita”, por aquello de que “lo que se da no se quita”. Pero también para sugerir que le faltaron pantalones.
Años después, en 1968, el movimiento progresista internacional, y cubano, vio con buenos ojos el movimiento de reformas iniciado por los propios comunistas de Checoslovaquia, la Primavera de Praga, y por ello denunció la invasión de los países del Pacto de Varsovia dirigidos por la URSS que le puso fin. Muchos esperaron que el gobierno cubano, tan defensor de la soberanía nacional y la justicia, supuestamente ajeno al estalinismo soviético y no alineado aún con los países del Este de Europa, también lo denunciara. No fue así. El 23 de agosto de ese año, Fidel Castro apareció en la televisión y defendió y justificó la invasión, porque aquel país “marchaba hacia una situación contrarrevolucionaria, hacia el capitalismo y hacia los brazos del imperialismo” y era “imprescindible impedir a toda costa de una forma o de otra, que este hecho ocurriera”. De no haber sido aplastado, tal vez hubiera evitado tanto sufrimiento y la posterior debacle general.
Algo similar ocurrió en 1979, cuando correspondió a Cuba asumir la presidencia del Movimiento de Países No Alineados. Poco después de un vigoroso y justiciero discurso de Fidel Castro en la sede de las Naciones Unidas, que le correspondía por asumir la presidencia del Movimiento, en el que defendió los derechos del tercer mundo no alineado, se vio forzado a elegir entre el compromiso con el Movimiento que solicitaba la condena a la Unión Soviética por su reciente invasión de Afganistán, o dejar en evidencia su alineación real con el país de los soviets. Tal como esperaban los camaradas soviéticos, no cumplió con sus compromisos con el Movimiento, cuyo objetivo era mantener a sus miembros separados tanto del bloque soviético como de su contraparte, la OTAN.
Mijail Gorbachov fue el desencanto, la traición, pero la URSS no. La URSS, a pesar de los desencuentros y algún que otro inevitable beso solidario en los labios que debió soportarse, era lo mejor que le podía pasar al gobierno cubano, incluidas las billonarias deudas perdonadas una y otra vez.
La URSS dejó de ser y la nueva Federación Rusa abrazó el capitalismo, se llenó de McDonalds y Coca-Cola, pero también heredó de la URSS la nueva deuda cubana. Y la reclamó, y quedó esperando, hasta que la perdonó en un noventa por ciento hace unos años.
Cuando el joven Vladimir Putin se convirtió en presidente de la nueva Rusia, habló de distensión y buenas relaciones con Europa occidental y Estados Unidos, comenzaron las críticas sutiles en la prensa cubana y en algún que otro discurso. Hasta que un día, en octubre de 2001, Putin anunció, sin previo aviso al gobierno cubano, que Rusia cerraba la base de operaciones de escucha y espionaje que había mantenido por tres décadas en San Antonio de los Baños, a sesenta kilómetros de La Habana, y la molestia fue mayor en la prensa nacional. Para el gobierno cubano, aquella decisión era una “concesión al gobierno de Estados Unidos”, un modo suave de llamarlo traición.
Varias horas dedicó el programa Mesa Redonda de la televisión nacional, donde Fidel Castro gustaba asistir y pasar el tiempo, a criticar al presidente ruso. No se le dijo lo mismo que a Nikita por quitar lo que antes fue dado, pero prefirieron aprovechar la singularidad del apellido del presidente Vladimir, para recordarle, en el más cubano de los choteos, lo que él ya sabía: que era “hijo de Putín”, con fuerza de acentuación en la i. Y hasta hubo dedicatorias a su esposa de entonces, “la putina”.
De Nikita a Putin ha llovido bastante. Y Putin es el nuevo zar del imperio ruso, pero no un comunista. No obstante, el mismo gobierno cubano de más de sesenta años y de ideología indefinida, mantiene su adhesión y apoyo público a Rusia cuando se trata de enfrentar a Estados Unidos. Porque la única explicación posible es que ambos gobiernos, sin importar las grandes diferencias ideológicas, son “amigos” por compartir un común enemigo.
Que el mismo gobierno cubano que acogió, en magnífico gesto, a los niños víctimas del accidente nuclear de Chernobil hace más de treinta años, justifique hoy los bombardeos del ejército ruso sobre Ucrania, en los que habrán muerto posiblemente algunos de aquellos niños adultos hoy, y quizás hasta familias vinculadas a cubanos que vivieron allí, es deplorable. Si los argumentos inicialmente usados por Putin sobre el derecho de Rusia a defenderse de la aproximación de la OTAN a sus fronteras, o aquel otro de proteger a los rusos que viven en Ucrania, alguna vez merecieron atención, quedaron sin fuerza alguna cuando cayeron las primeras bombas sobre viviendas, hospitales, mercados y orfanatos; también en territorios ocupados por rusos.
Justificar la ira destructora de Putin vertida sobre Ucrania, cuando la supuesta amenaza venía de Estados Unidos y los otros países de la OTAN, coloca al gobierno cubano alineado al cinismo del nuevo zar, y le hace cómplice intelectual del crimen. No es tan difícil verlo.
Muy posiblemente Estados Unidos, Rusia y China, continúen actuando como los imperios de estos tiempos, porque lo son. Y es bueno reconocerlo para tomar decisiones políticas racionales de acuerdo con los intereses nacionales.
Pero continuar desdoblándose en maromas diplomáticas inmorales a favor de una Rusia que puede llevar a la tercera guerra mundial, solo porque su gobierno es “enemigo de mi enemigo”, deja en evidencia la falsedad del discurso sobre la justicia y la soberanía voceados por los gobernantes cubanos, y no es en absoluto racional. La ideología gruyer de los dirigentes cubanos es irracional, como la invasión a Ucrania ordenada por el nuevo zar ruso.
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