Lo hicimos verdaderamente, como aficionados, entre 1979 y 1982. Todo terminó una noche cuando aquel señor interrumpió la función y lanzó el grito que, se supone, paralice y asuste a quienes lo escuchan: “¡contrarrevolución!”.
Éramos un grupo de jóvenes católicos de la Vicaría Marianao intentando hacer vida según la Palabra. Es un intento difícil en cualquier sociedad, pero en el socialismo cubano de fines de los años setentas, pujante y vigoroso, era ir abiertamente contracorriente, ocupar el espacio de los no confiables, los ideológicamente problemáticos. Era, en dos palabras, ser contrarrevolucionarios.
No éramos muchos, y por tanto nos conocíamos. La mayor parte éramos estudiantes de preuniversitario o universitarios. Íbamos a los mismos templos, las mismas escuelas. Ya habíamos pasado por aquel intento perverso de disuasión por humillación pública delante del aula, o frente a toda la escuela en los actos matutinos: “levanten la mano los que van a la Iglesia”. Todos teníamos un “padrino” militante de la Juventud comunista que se suponía nos interrogara inocente y amigablemente para informar después; incluso sabíamos las carreras universitarias que nos eran vedadas.
Y claro, nuestra infancia había sido similar: todos vimos alguna vez al cura y a los mayores consternados porque el sagrario había sido profanado, los vitrales apedreados, el viejo y chillón sistema de audio robado.
Hasta cierto punto nos complacía ser diferentes y recibir tratamiento diferenciado. Tenía su encanto, el Evangelio cobraba sentido. Visto desde la distancia de los años, creo que había cierta ingenuidad mezclada con autenticidad y coherencia entre fe y vida.
Un día a alguien se le ocurrió crear un grupo de teatro. No sé de quién fue la idea, solo se corrió la voz y algunos aceptamos ser parte. Entonces comenzó el reto de una sede, y el lugar ideal era la parroquia a la que yo asistía, San Agustín: amplia y estratégicamente ubicada cerca de las calles 42 y 44, y las avenidas 31 y 41, por donde fluía el transporte público. Nuestro párroco, el bueno de Carlos Pérez, no lo pensó dos veces. En la planta baja con entrada por las avenidas 35 y 37, donde estuvo antes el segundo templo ahora subdividido en varios salones (el primer templo se ubicó en lo que es hoy residencia y el actual es la tercera y definitiva sede que construyeron los sacerdotes agustinos), tuvimos nuestra sede. En el área aún delimitada del antiguo presbiterio trabajamos levantando un escenario con pedazos de tablas y otros trozos de madera, el cual nunca dejó de crujir y rechinar bajo nuestros pies a pesar de haberlo cubierto con viejas alfombras guardadas por años en el lugar. Aparecieron las luces, la cortina y un viejo reflector que iluminaría, desde el pasillo central, las penumbras de las escenas más dramáticas. Frente al escenario quedaba espacio para el público.
Teníamos sede, y también escritores. Julito vivía con un artista dentro que pujaba por manifestarse hasta en las fiestas de fin de semana, él escribía guiones propios y adaptaba otros. Creo que Enriquito Galán también escribió o adaptó. Y Pedro Miguel Rigau, Ito, fallecido demasiado pronto para nosotros y en tiempo justo para Dios, llegó a escribir una comedia costumbrista que fue todo un éxito por varias semanas: “Oros Viejos”.
Las obras, como casi todas las presentadas ante un público católico, estaban ligadas a los tiempos litúrgicos fuertes, como Navidad y Semana Santa. Pero no eran simples representaciones santurronas, pues incluían claros cuestionamientos a la vida de fe en la sociedad, a la sociedad misma y sus valores o contravalores. Con el tiempo y la perseverancia, el grupo de teatro de Marianao -así le llamamos- fue creando su propia fama. Si al principio solo venían algunos parroquianos de San Agustín y nuestras familias en las noches de sábado y domingo, después vinieron de otras vicarías de La Habana, el salón se llenaba y muchos permanecían de pie por no alcanzar un asiento.
Creo que fue en una de aquellas representaciones cuaresmales y antes de Semana Santa, en la cual los actores que interpretaban a los discípulos modernos de Jesús tomaban conciencia de haber abandonado y traicionado al Señor por actos como el fraude escolar, el aborto a escondidas, o la negación en público de la fe, cuando se escuchó el grito del desconocido. (Ya en una puesta anterior en 1980, coincidiendo con los actos de repudio, pude escuchar a una vecina cuando gritaba desde la ventana de su casa que abría hacia el patio del templo: “¡Pin-pon fuera! ¡Abajo la gusanera de la Iglesia!”)
Sentado entre el público y aprovechando un brevísimo momento de silencio después de un bocadillo crítico de algún tema social, se levantó el compañero indignado y soltó su bocadillo como un grito de guerra: “¡Esto es contrarrevolución! ¡Yo soy católico, pero los voy a denunciar por contrarrevolucionarios!” Y se retiró del lugar, como un Judas en la noche.
Nadie lo había visto antes y nadie lo vio después. Muchos pensaron que era parte de la obra. Y en realidad fue una puesta en escena según el guion preparado por los compañeros del MININT que nos atendían, decididos a liquidar nuestro grupo.
Así siguió la puesta en escena de los compañeros. Horas después Julito, autor de la obra, y Julián Rigau, por entonces director de nuestro grupo, pasaron a ser huéspedes involuntarios en Villa Marista, sede de la Seguridad del Estado, alojamiento exclusivo para los acusados por contrarrevolución. Julito estuvo unas horas, Julián tres días. Le interrogaron cuando quisieron de modo “respetuoso”, le recordaron anécdotas y hechos vividos por él y por otros que le eran cercanos, según el probado método “te-conozco-más-de-lo-que-imaginas”. Al final, los destacados combatientes del G-2 le dieron un paseo en uno de sus Alfa-Romeo de color crema y blanco, casi un favor por las dificultades del transporte, y le llevaron no a su casa, sino al edificio donde trabajaba e informaron a la dirección de la empresa que el ciudadano faltó al trabajo porque estaba con ellos en Villa Marista. Ausencia justificada y creo que hasta sin descuento salarial.
Misión cumplida. Algunos del grupo no quisieron continuar por presiones familiares, o por ellos mismos. Buena parte del resto formamos un gran coro, y ofrecimos conciertos en parroquias, asilos de ancianos, cantamos en bodas y fiestas parroquiales. Seguíamos siendo jóvenes que querían vivir su fe en medio de aquel contexto social que nos acechaba y acosaba.
El tiempo y otros intereses terminaron haciendo lo suyo, pero la fe y experiencia compartidas crearon vínculos que perviven, aunque estemos separados y no nos veamos con la frecuencia de aquellos años, cuando éramos jóvenes en la Vicaría Marianao e hicimos teatro.
Todos los que vivimos esa época pasamos por cosas similares, y a muchos nos intimidaron conque no podríamos obtener carrera, recuerdo en el preuniversitario René O Reine que en una de las zafras nos querian cortar el pelo y la barba por considerarlo una desviación ideológica tan solo porque era la moda del mundo joven occidental. El comunismo siempre te prometió futuro, robando el presente, como en el libro La Gran Estafa
A pesar del acoso, había una juventud valiente que tomaba riesgos por seguir a Cristo!!
Digno recordarlo y tenerlo presente!!
Gracias Orly por recordar parte de nuestra historia.