Carlos Lage era el candidato de muchos miembros del PCC para convertirse en primer vicepresidente del gobierno cubano hace trece años. Pero muchos, aunque suene a mayoría, no significa nada dentro de una organización política alérgica a la democracia. En febrero de 2008, el cardenal Tarcisio Bertone, entonces secretario de Estado de la Santa Sede, realizó un viaje a Cuba para conmemorar el décimo aniversario de la visita de san Juan Pablo II. Por motivos de trabajo hice el recorrido junto al grupo de la Santa Sede y otros obispos cubanos, así como varios funcionarios del gobierno, en un avión cedido por el propio gobierno. El viaje incluyó visitas a Santa Clara, Santiago de Cuba y Guantánamo. El domingo 24 de febrero, mientras volábamos de regreso a La Habana, la Asamblea Nacional del Poder Popular votaba para elegir al nuevo Consejo de Estado. En el mismo salón del pequeño aeropuerto de Guantánamo, y desde antes de abordar el avión, se podía percibir intriga en el ambiente. Entre los oficiales gubernamentales era evidente cierta impaciencia más o menos controlada. Algún comentario involuntario por aquí, una expresión inconsciente por allá pensando que nadie oiría, cierto descontrol emocional de un personaje más intranquilo que otros con llamadas frecuentes desde el celular y una sola pregunta: ¿Ya? Tras hilvanar los comentarios sueltos, no fue difícil concluir que la intriga y la impaciencia se debían al interés por conocer si ya se había elegido al nuevo primer vicepresidente entre los dos mencionados candidatos: Carlos Lage Dávila o José Ramón Machado Ventura. Raúl Castro sería elegido presidente del Consejo de Estado, y sobre esto no había dudas porque no había otro candidato. Pero la elección del primer vicepresidente era un mensaje importante, al menos para la élite del PCC, y reflejaba las sutiles pero reales diferencias dentro del partido. Si Carlos Lage no era necesariamente garantía del cambio, quizás como figura más joven despertaba cierta ilusión hacia un futuro a media distancia. Por otro lado, pude percibir durante aquel viaje la antipatía que provocaba Machadito entre los propios miembros del PCC. Y esto se confirmó cuando aterrizamos en La Habana y el funcionario más intranquilo repitió su llamada. Finalmente, con cara desencajada y sin controlar esta vez el volumen de su voz, pudo compartir con los demás la respuesta a su monosilábica pregunta de siempre: ¡Machado! Como el pudor no es necesario y una buena dosis de cinismo ayuda a recordar la orden que se debe cumplir sin más, el lunes 25 de febrero Granma publicaba el resultado oficial de las elecciones para el Consejo de Estado, en las que Carlos Lage había recibido el voto de los 609 diputados (100%), mientras Machado Ventura obtuvo 601 votos (98,6%). Según las cifras, Machadito recibió menos votos que todos los demás nuevos miembros del Consejo de Estado, y así fue “elegido” primer vicepresidente.[1]
Dos días después Raúl Castro recibió, como nuevo presidente del Consejo de Estado, a su primer visitante extranjero, el cardenal Bertone. Machado Ventura no estuvo en la recepción, Carlos Lage sí, aunque ya estaba condenado.
Así comenzó la “segunda vida” de Carlos Lage, a la cual se refirió él mismo en su mensaje digital publicado con motivo de sus setenta años días atrás, con sello familiar incluso (LaG Producciones). Y al recordar aquella tarde de intrigas y su desplazamiento a pesar de obtener más votos que su rival en el PCC, cobra sentido su declaración de que “la destitución de su cargo” no fue una sorpresa ni para él ni para la familia.
Por ser un mensaje de alguien que ha llegado a la sabiduría de la vejez, a mí me resulta más llamativa su declaración de “confianza en la Revolución” y su creer “firmemente en que el socialismo es una sociedad más justa y más humana y, en nuestro caso, el de Cuba y los cubanos, la única forma de ser independientes como nación y dignos como pueblo”, aunque “a ese socialismo solo se puede llegar con cambios profundos”.
Si se admite que, después de 62 años, aún no se ha llegado a “ese socialismo” indefinido, si no se conoce ni se ha vivido, si no se han experimentado en nuestro tiempo sus beneficios, cómo se puede afirmar que producirá una sociedad más justa y más humana, o que será incluso garantía de la independencia de la nación y la dignidad de todos los cubanos. Los idealismos, y este lo es, a diferencia de los ideales motivados por la libertad total, no sirven para construir modelos sociales efectivos, pues la realidad los desmiente y pretenden imponerse por la fuerza.
Confiar en la Revolución y creer en el socialismo que lo defenestró, es una decisión personal; hablar de la Revolución y el socialismo en nombre de todos, ratifica cuán hondo penetra la alergia a la democracia.
No es desatinado preguntarse si el mensaje del defenestrado dirigente cubano, después del largo silencio que se inició con una carta auto inculpatoria publicada hace doce años, no significa, en realidad, la posibilidad de su “tercera vida”. ¿Quién sabe?
Eusebio Leal, en sus últimos años, gustaba recordar una anécdota del abate Emmanuel Joseph Sieyès, aquel religioso y político francés quien dio el sustento teórico a la Revolución francesa sin renunciar a su defensa de la monarquía. Cuando le preguntaron “Y usted, ¿qué hizo durante la Revolución?”, el abate Sieyès se limitó a responder: “Yo, sobreviví a ella”.
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