He pensado en ti, mi tocayo y ex compañero de trabajo, desde hace varias semanas. Quizás porque la vejez cierra su abrazo y llegan los recuerdos; tal vez porque se acerca la Navidad y recuerdo aquellas íntimas y hermosas cenas navideñas en el apartamento de Elena Jankowska, la polaca, la “pura” mía del trabajo, donde Nory, tu y yo éramos los invitados. Pero las memorias no se explican, y estas son buenas memorias.
Cuando me llamaron a entrevista para trabajar como dibujante en el Centro Nacional de Conservación, Restauración y Museología (CENCREM, desaparecido), en los altos del castillo de la Real Fuerza en La Habana Vieja, y me hicieron el recorrido por los salones, a quien primero saludé fue a ti. Yo ocuparía una mesa de dibujo junto a la tuya, si aceptaba el puesto. Ahí nos dimos la mano por primera vez. “Mucho gusto, Orlando González”, dijiste en un susurro, me tendiste la mano y regresaste a tu mesa, junto al ventanal hacia la bahía. Me pareció ver a un Buda tropical en trabajo de dibujante y perdido en su galería personal, extasiado en la única pintura realista, viviente y de animados planos sucesivos que tenía para sí: los flamboyanes y la gente, la Avenida del Puerto, el canal de la bahía, el Morro y el mar extenso. Aquella imagen -descontando la tuya de “Buda tropical”, evidentemente- me enamoró y animó a aceptar el puesto. No me arrepiento.
Yo era un jovencito de veintiún años y tu rondabas los cuarenta. A pesar de esa, y otras diferencias, fuimos amigos. Solo unas semanas después de haber comenzado, y cuando todos ya sabían de mi fe católica, con sigilo detectivesco y tu ocasional voz de mínimos decibeles, te acercaste a preguntar: “Ven acá asere, sin ánimo de ofenderte, ¿tu eres de los católicos que van a la Iglesia los domingos, se confiesan con el cura y todo eso? ¿O lo tuyo es jodedera? Porque tu tienes tipo de jodedor. Dime la verdad”. Mi respuesta sobre mi fe fue positiva y volviste medio confuso a tu ventana privada frente a la Bahía, donde no faltaban por entonces -es justo decir- los grandes buques soviéticos, en los que asegurabas solo venían “tuercas y tornillos”.
Imposible olvidar aquellas caminatas a la hora de almuerzo por la calle Obispo, o cualquier otra calle de la Habana Vieja, después de atravesar la Plaza de Armas con sus palomas, sus gentes, sus pioneritos en salida del edificio que fuera primera sede de la embajada de Estados Unidos, y por entonces escuela primaria “Forjadores del Futuro”, y que tu preferías llamar “Forajidos del Futuro”. El sol del mediodía no daba tregua, y en una ocasión nos cruzamos con dos mulatas sandungueras y jacarandosas, quienes, al ver el brillo de tu voluminosa calva, improvisaron un urgentísimo diálogo: “¡Brilla la luna!”, dijo una, “¡Brilla el sol!”, respondió su cómplice. Pero tú no esperaste que terminaran la conocida frase y, sin dejar de caminar, sin rima ni melodía, sin medir decibeles, soltaste tu frase: “¡A mí lo que me brilla es otra cosa! ...” Oh, La Habana. Yo me reí a mandíbula batiente, aunque no pasó mucho tiempo para que mi calva fuera tan marcada como la tuya.
En los años ochenta, todavía era posible almorzarnos un pan con tortilla y compartir un litro de leche por algo más de dos pesos cada uno, o una de aquellas hamburguesas con queso que nos permitían conocer no solo los músculos del animal, también sus cartílagos y vasos sanguíneos; pero nunca nos indigestamos. Esos paseos nos abrieron a otros diálogos y proyecciones de nuestras vivencias personales y sociales.
Amante de la calma y la tranquilidad, la nicotina en pipa y la lectura, de Mozart en tu walkman y la cultura de la India con su yoga y babas sucesivos, tanto como de las pálidas mujeres nórdicas que visitaban la Isla con aquellas brigadas de solidaridad con la Revolución cubana, un día me confesaste tu frustración: “Yo nací en el país equivocado”. Era un sentimiento muy íntimo que no negaba el amor por tus padres y hermanos, tu condición de cubano, tu singular humor, o tu condición de “revolucionario” según tú, pues rechazabas casi todas las manifestaciones revolucionarias ordinarias, como los actos de repudio y los trabajos voluntarios, las concentraciones interminables en la Plaza de la Revolución o las guardias y chivaterías cederistas. Hoy pienso que, sin ser consciente, sustentabas tu condición de “revolucionario” en la postal del primero de enero de 1959 y la ilusión inicial provocada por la imagen triunfante del comandante seductor y su ejército de esperanzas.
Después de ocho años me fui del CENCREM, pero continuamos en contacto. Te convertiste en lector habitual de la revista diocesana Palabra Nueva y aparecías cada mes en mi oficina del arzobispado para recoger los ejemplares y conversar sobre nuestras vidas y experiencias. Por entonces ya tu frustración se había transformado en amargura y desesperanza. Habías sentido la mordedura del abandono revolucionario y comenzaste a elaborar planes migratorios, aunque ya te preparabas para el retiro laboral. Lo que te quedaba de vida querías vivirlo mejor, me decías. Pero no hubo tiempo.
Vía WhatsApp pregunté por ti a nuestra amiga y ex compañera de trabajo, Felicia Chateloin. Me dijo que había oído de tu muerte. Horas después me lo confirmó por la misma vía.
No pudimos despedirnos. Debo pensar que nuestra amistad no incluía despedidas. Gracias tocayo. Sigo intentando ser católico y en esta Navidad agradeceré al Niño Dios por tu amistad, especialmente por aquellas cenas navideñas en el apartamento de Elena donde, además del aroma de las recetas polacas, de un modo u otro también experimentamos el Espíritu navideño que nos convocaba.
Como mi Dios no es un Dios de muertos sino de vivos (Cf. Mt 22,32), le pido conceda a tu alma la gracia de habitar en el país de la paz, la tranquilidad y la Verdad espiritual que buscaste durante tu vida física. Y le pido que en tu cabeza calva y limpia no te falten Mozart, ni las imágenes de tus mejores vivencias, incluida aquella inigualable del Morro, a la entrada de la bahía habanera.
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